Ť Recibe hoy el premio Fernando Benítez por su trayectoria periodística
Historias entrañables se multiplican ante la mirada de Cristina Pacheco
Ť Su objetivo no es elevar los ratings, sino ser de los otros como si formaran parte de ella
Ť Lamenta no poder abarrotar la televisión con relatos sencillos y profundos
Renato Ravelo Ť Ella teje fino con los hilos que se destilan de la mirada, cuando brilla. Tiene la fórmula de la rosa, de lo rosa, y por eso advierte la sutil presencia de la magia poco antes de que se esfume. Cristina Pacheco recibe hoy el reconocimiento Fernando Benítez por su trayectoria periodística, que es extensa, como una alfombra de colores vivos, entrañables.
Dos grandes entrevistadoras: Elena Poniatowska y Cristina Pacheco. La segunda casi inentrevistable, porque tiene como coartada esa agenda intensa que la cobija, que la libera del banquillo de los qué, cuándo, por qué: diario, la radiodifusión; los jueves, Aquí nos tocó vivir; los viernes su programa de entrevistas; los sábados, el Mar de Historias, que empezara a publicar en la contraportada de este diario el día que Poniatowska terminó sus testimonios de los sismos de 1985.
Una estrategia: seguirla, trozarle un cacho de su rutina para presentarlo, para hacerlo público, para dilucidar algún ingrediente de la fórmula de la rosa. Diez de la mañana en un café de la colonia San Rafael. Inicia la disección de la magia.
Dos camionetas con camarógrafos, iluminadores, asistentes de la "Señora Pacheco". Aquí todos somos muy sinceros, advierte la autora de siete libros de cuento, tres de entrevistas y otros tantos que se esconden bajo su estrategia básica: saber llegar. "A ver, dile al periodista tú qué haces, Juan". Nada, responde quien tiene a su cargo cuidar que la luz respete la sonrisa de Pacheco como centro de toda su propuesta.
Quince minutos han pasado desde el trayecto a La Merced, a la fábrica de vidrio soplado, y la segunda llamada relacionada con Tlalpujahua entra con esa celeridad del trámite que se interrumpió indebidamente. Pacheco, quien desde 1979 convive con los tiempos estrictos de la televisión, resuelve con un "ya veremos el próximo año". Un nudo en el tejido se ha perdido.
En la agenda de Pacheco se asoma una nota sobre los muertos exhumados en Campeche: "Hay que ir allá, ellos tratan a sus muertitos con un cariño increíble. Cuidan los huesos de sus antepasados de una manera que hay que registrar".
Ella registra, lo anuncia, no es la periodista que va sobre la noticia como novedad. Hace recordar a Atahualpa Yupanqui que decía "qué hay de viejo", cuando llegaba a un lugar. Quién como ella conoce las esquinas del país que en la historia con mayúsculas no importan, surge la pregunta, y el recuerdo de la obra de Fernando Benítez y Guillermo Bonfil Batalla se apareja.
"Oiga, ¿cómo han estado?", pregunta Pacheco, tan pronto se baja de la combi, al primer trabajador de la fábrica Carretones, a la que asiste en su jueves de Aquí nos tocó vivir, como si lo acabara de ver hace una semana. Entonces el truco de la magia parece evidente: ser de los otros como si fueran de uno.
Pacheco ha recibido en tres ocasiones el Premio Nacional de Periodismo, dos por entrevista, una por Servicio a la Comunidad, así en mayúsculas, como si al final de cuentas el periodismo no fuera, en interpretación libre de Benedetti, un homenaje al otro, como la soledad.
Y en ese homenaje al"otro" Cristina Pacheco llega a la fábrica Carretones con la mayor humildad, creíble por el hecho de que doña Carmelita se acerca a pedirle un autógrafo, y ella la invita a contarle una historia, su historia, que no va a elevar ratings, en todo caso en el corazón de la admiradora de quien ha escrito, aproximadamente, docena y media de libros basados en el simple asunto de causar confianza.
Y hay más historias: la fábrica de Carretones es la más antigua del país en eso de soplarle al vidrio (existe desde 1889); doña Estela Avalos no es la última sobreviviente del fundador de la fábrica (se dice que su padre llegó a mantener hasta 12 casas); Lidia Vázquez renunció a su brillante carrera en una empresa pesquera franco-mexicana para atender la fábrica.
Las historias se multiplican como jardines por donde pasa y pisa Pacheco. Algo hay de extraña complicidad entre la mujer que nació el 13 de septiembre de 1941 y el México que cambia.
Su programa de Carretones saldrá al aire el 23 de diciembre, pero ella lamenta que el día sólo tenga 24 horas y el año 52 semanas, que impiden abarrotar de historias simples y profundas la televisión.
Estudió Letras Españolas en la UNAM; ha colaborado en Siempre, en Sucesos, en El Día, en Novedades, en El Sol de México y en El Popular. Antecedida en el premio Benítez por Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska, su esposo y poeta ?que se abstuvo de votar en esta ocasión?, Jaime García Terrés (post mortem), Vicente Leñero, Raquel Tibol y Emilio García Riera.
Una sonrisa que abre puertas
Pacheco ya tiene abarrotado el fin de año con un programa sobre las sidras, otro sobre los santos, uno más sobre las tortas y otro sobre dulces.
"¿Cómo ves que Rosa es mejor que su marido?", pregunta Pacheco, quien constata por enésima ocasión que las mujeres trabajan mejor que los hombres.
Pacheco hace vidrio que puede ser espejo, que no es tan fino como el cristal, porque, según comenta el artesano Francisco Luna Rodríguez, lo más difícil de hacer es una copa, que se quema a mil 200 grados y luego, durante 48 horas, se templa a 450 grados. Se hace además en tres tiempos, que son mérito de la pericia de quien junta las partes a tiempo.
Dueña de una sonrisa que abre las puertas, Cristina Pacheco trabaja en televisión sin ser invasora. Acompaña los procesos, y no impone, supone que el "otro" tiene valor. Y en esa estrategia de vestir siempre de negro y sonreír de blanco, es capaz de acceder a todo y no tomarlo.
Doña Estela ha llegado, y como hermosa mujer de muchos años de atención, invita a la avidez periodística, que igual podría ser sobre su fecundo padre, el absurdo precio en que se intentó rematar la casa de Carretones por 20 millones de pesos o el raquítico precio en que se vendieron las extensas enciclopedias: 80 mil pesos.
Es tener acceso a la historia y optar por la anécdota. Contar con una decena de premios y optar por respetar la intimidad de doña Estela, con la remota esperanza de que algún día le permita abrir sus roperos. Sabe residir en la mirada sorprendida. Requiere esa emoción del líquido del ojo.
Pacheco lamenta no celebrar el cumpleaños de uno de sus colaboradores, reconoce su afición a la arquitectura, mantiene su estatus de señora, aunque uno de sus asistentes, ya encarrilado en eso de la cultura popular, quiera llevar a su asistente a ver película tan guarra como Ponle cremita.
En la mirada de un joven, con pachequez reciente; en la humedad que es capaz de provocarle en la sexualidad latente de sus nueve décadas a doña Estela; en la más remota posibilidad de cómplice brillo de cualquier charco de la ciudad, que es cualquier anécdota, Cristina Pacheco existe, abreva.
Cuando se despide de su equipo de trabajo, de una de las mil una historias que acaba de registrar, la magia o el truco de la rosa no se ha develado. No se avergüenza del polvo, de la arruga, cuando brilla.
Harían falta las horas de trabajo en edición, o la imposible testificación del procesamiento de lo visto en la soledad de la escritora, porque con Pacheco todo transita por la superficie posible y sensible, para poder afirmar que se le ha arrancado un cacho a esa mujer que teje una alfombra de imágenes, y no se cansa.