DOMINGO 3 DE DICIEMBRE DE 2000

 


Ť Bárbara Jacobs Ť

El ojo indiscreto

Desde que leí por primera vez el relato Maybe, de Lillian Hellman, he querido retratar a alguien con elementos mínimos y provocar no obstante que el lector quede cautivado por mi personaje. De entrada admito que lo he intentado en varias ocasiones y que, al haber fallado en todas, puedo confirmar que se trata de una técnica muy difícil, por decir lo menos. Me animaba creer que algún día lo lograría; nunca permití que la razón de mi fracaso se debiera, no a cuestiones de tiempo, sino de maestría en el arte de escribir y, de hecho, si no fuera por lo que me ocurrió hace un par de días, me habría seguido consolando con la esperanza de que, antes o después, con o sin maestría, alcanzaría mi cometido.

Pero demoro la esencia. Sucedió que, por injustificable deformación profesional, leí una carta ajena en la que, con unos cuantos trazos, la firmante, una tal Dian B., retrataba a una doctora de nombre más impronunciable que éste, Zyxw, con el que me referiré a ella en estas líneas. Advierto que aun cuando lo sorprendente fuera que un autor apenas epistolar y de cualquier forma desconocido lograra la magia, lo que me lleva a hacer estas anotaciones no es ninguna generosa ni desinteresada admiración a dicha pluma como que el personaje, la doctora Zyxw, me pareció tan impactante que no la puedo dejar ir sin procurar atraparla a mi vez, por más que lo haga si acaso y solamente en calidad de pálida sombra de un original que no conseguí robarme y ni siquiera transcribir.

La lectura indiscreta tuvo lugar en una sala de espera de médicos en la ciudad de México. Me disponía a copiar la carta olvidada sobre la mesa cuando oí pasos que de inmediato me hicieron esconder las hojas manuscritas en vez de dejarlas en donde las había encontrado, actitud denotadora más de culpa que de torpeza.

De mi veloz lectura deduje que la firmante había escrito la carta en un arrebato de dolor momentos después de haber recibido la noticia de la muerte de la doctora Zyxw, de quien había sido paciente sicoanalítica tiempo atrás. Y, a pesar de que a vuela-pluma consignaba que a su doctora debía la afición a la poesía y a Sobre los ángeles, pues la doctora llegó a ser tan amiga de Alberti que se alojó un verano en su casa de Roma; y que asimismo a ella atribuía, a pesar de haber pasado ya los cuarenta, no tener arrugas, ya que, en una ocasión en la que la acompañó a visitar a María Asúnsolo en su casa de México, había oído con toda atención a las dos amigas intercambiar recetas de belleza, era otro el recuerdo en el que concentraba lo que la hacía sentir profundamente la muerte de la doctora.

Sin embargo, para llegar a aquel recuerdo, ella recapituló para el destinatario de la carta, llamado Jorge simplemente, la naturaleza de su tratamiento con la doctora Zyxw, no tanto para que él tuviera presente que ese tratamiento había abarcado la adolescencia de ella, como para que se compenetrara de los motivos que la llevaban a considerar dicho recuerdo como la concentración válida de su sentimiento enorme de pérdida ahora que la doctora había muerto.

Parecería que cualesquiera que hubieran sido las variantes de problemas concretos o conflictos abstractos de la joven Dian, la doctora los había visto en su totalidad como extensiones o reflejos de un único origen: la calidad parcial de afecto materno de que fue objeto, la parcialidad definida por el tiempo y la adecuación, es decir, poco tiempo de afecto y afecto inadecuado, cosa que, de no ser tratada, incapacita a quien la padezca para amar y ser amado, por el tiempo y en la forma adecuados, o sea, total y permanentemente. Y parecería asimismo que el tratamiento de Dian había llegado a buen fin, pues el hecho recogido en el recuerdo que contenía cuanto atestiguaba la congoja de Dian hablaba por sí solo.

Y era el que sigue: la boda de Dian. La víspera, unos veinte años antes de estos hechos, la doctora Zyxw había invitado a su ex paciente a visitarla. Después de ponerse ambas al tanto de sus más recientes noticias, entre las que a Dian la había aterrado, estremecido e intimidado la de que a su doctora unas extrañas autoridades le habían cateado la casa para despojarla precisamente de sus archivos, la doctora pidió a Dian que la siguiera a su recámara. Sobre la cama, Dian vio un camisón blanco que, simultáneamente, la doctora levantó y le tendió. Y Dian recordaba en la carta cómo, entre risas más que sonrisas, su doctora le había referido que, en cuanto supo que Dian se casaba, le había pedido a una amiga florentina que le enviara un camisón, y que su amiga, que en palabras de la doctora era "sumamente infantil", pues a los sesenta años seguía adornando su casa con muñecas, se lo había hecho llegar, con un mensaje en el que confesaba que dicho camisón le había gustado tanto que no resistió usarlo, si bien sólo una noche, "Pero de amor", precisó la doctora; "pruébatelo". Y Dian, tras desnudarse, se lo probó.