JUEVES 7 DE DICIEMBRE DE 2000
Ť Soledad Loaeza Ť
De las cosas de este mundo
Las manifestaciones religiosas del presidente Fox han sido interpretadas de manera distinta. Muchos católicos creyentes consideran que han sido gestos de sinceridad, los más exaltados sostienen que se ha puesto fin a la hipocresía; sugieren que los presidentes anteriores disimulaban su pertenencia a la Iglesia católica porque se mantenían oficialmente agnósticos. En cambio, habemos otros que pensamos que esa conducta no era simulación --de todas formas hay actos de fe que también pueden ser perfectamente simulados--, sino que actuaban como se esperaba que lo hicieran en tanto que presidentes de un régimen republicano. También creemos que los actos religiosos no deben ser parte de la política. Distinguidos líderes contemporáneos eran católicos: John Kennedy, Charles de Gaulle, Konrad Adenauer; asistían a misa y comulgaban en público, pero rara vez hicieron de ello actos de promoción. Como también gobernaban repúblicas jamás se les ocurrió acogerse a la Iglesia católica en los actos oficiales; les hubiera parecido impensable e inadmisible enarbolar una imagen sagrada en una reunión de su partido --aunque la organización fuera afín al cristianismo, como era el caso de la Democracia Cristiana alemana--, menos todavía lo hubieran hecho en un acto en el que participaran como jefes de gobierno. Entre otras razones porque sabían que era su deber respetar las creencias --o no creencias-- de sus gobernados. No obstante, si admitimos que hay muchas posibles lecturas de las manifestaciones religiosas del hoy Presidente de la República, Vicente Fox, entonces valdría la pena que hubiera una explicación oficial acerca de la intención de este tipo de actos que, todo sugiere, habrán de repetirse en el futuro.
Muchos sostienen que la religión --cualquiera-- es un factor de unidad. No obstante, hay innumerables ejemplos en la historia y en la actualidad, de que las religiones son unificadoras sólo cuando son mayoritarias, cuando son la piedra de toque de una unanimidad cultural. En un contexto de diversidad pueden ser profundamente divisivas. Basta nada más mirar hacia Irlanda del norte, Kosovo, o Israel, o más cerca todavía, a Chiapas, donde las disputas entre católicos y protestantes han sido causa de enfrentamiento y violencia, y explican buena parte de lo que sucede en esa región del país. Es penoso recordar que el crucifijo no solamente ha sido símbolo de amor, sino que muchas veces en la historia ha sido un grito de batalla del que han sido víctimas minorías religiosas. Levantarlo en un acto público puede ser un mensaje aterrador. No está inscrito en la imagen, pero cuando ésta ha sido utilizada políticamente el resultado ha sido muy doloroso, como lo fue para Juan Pablo II reconocer la responsabilidad de la Iglesia en algunas de las experiencias más sangrientas de la historia reciente. Uno de los actos más significativos de su reinado ha sido pedir perdón para su Iglesia por acciones y omisiones que traicionaron su mensaje y ofendieron a Dios.
Para muchos no hay equívoco en cuanto a que el origen del mandato presidencial es democrático y no divino. Sin embargo, cuando el Presidente de la República nos muestra el crucifijo a algunos nos inquieta pensar que esté tratando de decirnos que Dios lo puso en donde está, y que con Dios va a gobernar, y más precisamente con el Dios de los católicos. Un mensaje de este tipo tiene graves implicaciones antidemocráticas. Por ejemplo, creer que el Presidente gobierna de la mano de Dios podría llevar a muchos a pensar que el Presidente es infalible, y por esa misma razón, que no se pueden cuestionar sus palabras o sus decisiones.
No obstante, el recurso a la autoridad divina para justificar decisiones en relación con las cosas de este mundo no únicamente perjudica a las instituciones políticas, sino que también tienen consecuencias negativas sobre las instituciones religiosas, pues nada puede desacreditarlas más que quedar asociadas con decisiones políticas conflictivas o cuyo éxito es, cuando menos, incierto. A mediados de los años sesenta la jerarquía española reconoció la enorme responsabilidad que había tenido en el estallamiento de la guerra civil cuando la declaró "cruzada en defensa de Dios", y tuvo que asumir el profundo resentimiento que había dejado en el corazón de muchos españoles --incluso católicos--que abandonaron la Iglesia como reacción a la orfandad en que los habían dejado los obispos que apoyaron a Franco.
El PAN le debe a Adolfo Christlieb Ibarrola, que fue su presidente de 1962 a 1965, algunas de las decisiones más inteligentes y valientes que modernizaron al partido y lo colocaron en la senda del parlamentarismo que lo ha llevado al poder. Fiel a los cambios que introdujo el Concilio Vaticano II, liberó al PAN de la hipoteca que le había significado la dependencia de Acción Católica, insistiendo una y otra vez con los mismos panistas, en que la universalidad de la Iglesia se veía comprometida cuando se le vinculaba a un partido político en particular. Censuraba ásperamente a quienes utilizaban la palabra de Dios como instrumento de eficacia política y decía: "Los cristianos deben evitar cobijarse bajo el magisterio teológico de la Iglesia. Deben tener presente que cuando la Iglesia habla, habla en nombre de Dios, a favor de los hombres, pero no puede convertirse en portavoz de fracciones electorales".