JUEVES 7 DE DICIEMBRE DE 2000
Ť Olga Harmony Ť
Filoctetes y otras muertes
A reserva de que mi estrecho caletre pueda aceptar el extraño lenguaje que entre nosotros va sustituyendo al castellano, quizá para ''eficientizar" la comunicación con las generaciones que sólo leen los instructivos de sus aparatos en inglés; a reserva de que regrese o no don Porfirio y a reserva de todo lo que pueda ocurrir, le he dado -como muchos otros- vueltas en mi dura mollera a qué cosa puede ser eso de ciudadanizar la cultura. La verdad no lo entiendo y a la espera de los nuevos nombramientos en el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, que preside la inexperta Sari Bermúdez (y que ojalá, la esperanza nunca muere, recaigan en personas con trayectorias importantes en el quehacer cultural) y, sobre todo, a los hechos que expliquen tales términos, he de continuar con las escenificaciones que hoy se ofrecen al público.
Martín Acosta tiene una franca empatía con el dramaturgo estadunidense John Jesurun, de quien escenificó ya antes para la Compañía Nacional de Teatro, Fausto y para la Universidad Autónoma del Estado de México, como director invitado, Aguas Blancas. Con Filoctetes refrenda algo de lo que le conocemos en ambas obras. De la primera, el gusto por revisitar los grandes temas clásicos, de la segunda la ambigüedad entre ''lo que ellos vieron, lo que fue visto y lo que sucedió en realidad". Se sabe que Jesurun escribió este texto para un actor moribundo que ya no lo pudo estrenar (y entiendo que es éste, en México, el estreno mundial de la obra). Toma de Sófocles la situación original, los personajes y el juego de apariencias con que Ulises se disfraza de algún otro personaje, para crear una gran metáfora acerca del sida y el repudio que los enfermos del mal sufren de sus semejantes (''Aquel que beba de mi boca será como soy", sentencia este nuevo Filoctetes con ironía).
Se trata de un texto muy difícil en el que los cambios de identidad de los personajes -ejemplificados sobre todo en ese Filoctetes convertido en la diosa de la isla de Lemnos- y la brevedad de las escenas, muchas veces contrapuestas entre sí, dan un cierto ambiente onírico en el que campean multitud de reflexiones acerca de la vida y la muerte. Martín Acosta usa un espejo cóncavo -que nos remite por fuerza a Valle Inclán- como único elemento simbólico de su escenificación, por otra parte muy austera y sencilla, muy al servicio de un texto que en sí mismo alberga muchos símbolos, muchos juegos de apariencia y que sería aún más difícil de decodificar si la dirección escénica se permitiera muchos de los imaginativos recursos a que Acosta nos tiene acostumbrados.
Límpido y sencillo el trazo escénico -cuyo leitmotiv es una roca que supone la aridez del entorno-, se vale de una escenografía muy simple, también diseñada por Martín Acosta, que consiste en un arco que divide el afuera del adentro y algunas sillas, una mesita, una máquina de escribir muy a tono con las referencias del autor a un hotel en el que se supone que existe un médico y al que acuden prostitutas. También acorde con esta intemporalidad es el vestuario de Martín López, con esa capa de Filoctetes que repite la textura del arco y del asiento de las sillas. La iluminación de Matías Gorlero realza todos los lamentos. Por desgracia, el joven Marco Pérez que encarna a Neoptolemo tiene poca proyección en la voz, que contrasta con la muy clara dicción y hermosa tesitura de Roberto Soto, ese Ulises es casi el otro yo de Filoctetes interpretado -quizá con excesiva rapidez en la dirección- por Arturo Reyes. Teatro de Arena cumple así su decimocuarta escenificación, esta vez reinaugurando la Sala Villaurrutia.
En otras muertes escénicas y en un lugar tan lejano para mí como es la hospitalaria Torreón adonde fui invitada a develar placa con Raúl Quintanilla, dos de las obras del Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte, de Ramón del Valle Inclán, se escenifican -junto a la fantasmagórica procesión de la Santa Compañía- bajo la dirección de Gerardo Moscoso. Desde su llegada a Icocult Laguna, hace nueve meses, Gerardo se dio a la tarea de formar un grupo de actores hasta ahora amateurs, pero que pueden devenir compañía, lo que sería otro polo teatral en el norte de la República. Y si en Ligazón los dos papeles protagónicos se dieron de última hora a dos actores muy jóvenes e inexpertos -porque hubo que sustituir a los primeramente elegidos, por diversas causas- y no fue un logro completo, en Rosa de papel tanto el director como el grupo lograron una estupenda versión del esperpento. Para mal, la directora del Teatro Garibay, regido por un patronato que lo tiene en comodato del INBA, dificultó mucho la tarea de estos teatristas y hubo que cortar la temporada a pesar de que contaba con buen éxito de público. Es de desear que la labor de Moscoso prospere, sin obstáculos y que el grupo se convierta pronto en una compañía profesional, porque lo merece Gerardo, lo merece el público de Torreón y lo merecen los integrantes de un elenco, que en muchos casos, reveló dotes teatrales y, en todos, una gran disciplina.