LUNES 11 DE DICIEMBRE DE 2000
Ť León Bendesky Ť
Presupuesto
Se ha dicho que la democracia es una sospecha recurrente de que más de la mitad de la gente tiene la razón más de la mitad de las veces. Para muchos en México esta versión empezaría a tener una expresión práctica después de las elecciones de julio, e incluso se estaría confirmando tras el inicio del nuevo gobierno hace un par de semanas. Eso puede ser así, e indica una nueva situación en el terreno de la política. Se sostiene, entonces, que dejar a los ciudadanos elegir libremente al gobierno habría sido suficiente para terminar con una larga forma de ejercicio del poder.
Ese argumento suele trasladarse directamente al terreno de la economía. Si el gobierno, se dice, libera las fuerzas sociales creadoras de la riqueza, de la misma manera en que liberó el empuje por el cambio político, habrá, también, un acomodo virtuoso. Ahí está un aspecto central de eso que llamamos neoliberalismo. Las reformas impulsadas a mediados de los ochenta privilegiaron el campo de la economía mediante la apertura de las corrientes del comercio y de las inversiones, con las privatizaciones y la desregulación de diversas actividades. Hubo, en efecto, una transformación del entorno económico, pero los resultados fueron no sólo insuficientes y muy desiguales, sino que estuvieron marcados por un lento crecimiento, mayor concentración de la riqueza y crisis. Pero las reformas relegaron la apertura política y el avance fue más lento, con más resistencias y, finalmente, tuvo que ceder ante el desgaste del propio régimen en el que se confundían al Estado, el gobierno y el partido en el poder.
El traslado de lo político a lo económico no es, sin embargo, de tipo mecánico. Se ha avanzado de modo visible en el ámbito del ejercicio libre del derecho al voto y hoy el sistema ya puede estar en condiciones para un ajuste en el modo de operación de los órganos electorales. Pero en el ámbito del mercado el carácter de la libertad no es de naturaleza equivalente. Hay, sin duda, un mayor espacio para el ejercicio de la libertad económica de las personas, de las empresas y de las organizaciones sociales, y lo hay, también, para restringir las muy evidentes tendencias a la concentración del poder económico. Pero la igualdad que expresa el hecho de que cada persona emite un voto que tiene el mismo peso específico que los demás para elegir a los gobernantes, no se manifiesta igualmente en el voto que se ejerce con cada peso que gasta en el mercado. La soberanía del consumidor está limitada sólo a una parte de la competencia que se establece en el mercado y, por cierto, esa parte no es decisiva. El voto, mientras más libre sea, asigna de modo "eficiente" la voluntad de los ciudadanos; el mercado, en cambio, no asigna con una eficiencia que sea correspondiente, los recursos de la economía.
Por eso es que se sustenta la participación del gobierno en la economía. Ningún gobierno, ninguna sociedad la niega. El gobierno cumple una función económica, por ejemplo, mediante la magnitud y la composición del gasto que realiza con los recursos provenientes de la sociedad más aquellos que capta del exterior, mediante la redistribución del ingreso que puede hacer con esos recursos y con la reglamentación de las actividades económicas, desde el cumplimiento de los contratos hasta prevenir el excesivo control de los medios de comunicación. Hay quien argumenta que el gobierno sólo debería inmiscuirse en esa última función, pero ello no es posible, sobre todo cuando existe una gran desigualdad social y cuando se ha generado, desde el poder, una situación en que ha habido una enorme socialización de las pérdidas generadas en el sector privado.
Este es el entorno en el que existe y opera el presupuesto federal que hoy se debate en el Congreso. Es éste un entorno clave de la relación entre el estado y la sociedad en la que se pone a prueba la relación de equilibrio entre los poderes Ejecutivo y Legislativo; es el campo de la posibilidad de hacer efectiva la democracia política alcanzada con el voto pero ahora expresado en el terreno del crecimiento y de la equidad, es decir, de una condición de bienestar social que no sea efímero sino que se sostenga en el tiempo. El presupuesto tiene, claro está, un aspecto técnico del que es responsable, finalmente, la Secretaría de Hacienda, pero es igualmente esencial su aspecto político, del que es responsable el Congreso como representante de la población. Y todo este conjunto de relaciones y responsabilidades no es nuestro, sino que expresa visiones distintas de la sociedad y presiones de poder político y económico que son reconocibles. La política y la economía no son en este sentido separables.
Con la presentación de sus iniciativas presupuestales, el nuevo gobierno ha hecho claras sus metas para el año 2001 y para los años siguientes, y también ha señalado las restricciones financieras que enfrenta. El margen de maniobra no es muy grande. El presupuesto presentado parte de una situación en la que la política económica del gobierno anterior apenas logró llevar a la economía a una situación contable similar a la que había antes de la crisis de 1995. Es un presupuesto austero en un país en el que la austeridad se ha hecho norma para la gran mayoría de la población. Hoy esa austeridad se ha hecho sinónimo de responsabilidad y, no obstante, el sempiterno equilibrio macroeconómico en los niveles a los que ha llegado no debería ser incompatible con la ampliación presupuestal en un entorno de grandes necesidades sociales.