MAR DE HISTORIAS
Fusiles y muñecas
Ť Cristina Pacheco Ť
Casi nunca voy al cine y no acostumbro ver la cartelera, pero hace días, revisando el periódico, encontré el anuncio de un ciclo en el cine Géminis: Visiones mexicanas del adulterio. No seguí leyendo ni me enteré de las películas incluidas.
Me asaltó el recuerdo de una tarde particularmente desolada: me vi, a los catorce o quince años, pegando en las páginas de un álbum la foto que le habían tomado a mi madre durante una entrevista acerca de su más reciente filme: Fusiles y muñecas.
La evocación revivió también el sentimiento de abandono y fracaso que ensombreció mi adolescencia. Sentí rabia por haber permitido que reapareciera la etapa de mi vida que con enorme esfuerzo había logrado sepultar. Furiosa, arrojé el periódico al cesto.
Casi al mismo tiempo se abrió la puerta. Era Leticia: "Chinita, ¿me prestas tu periódico? Jorge me invitó al cine." Nunca antes había escuchado con tanto gusto la voz chillona de mi amiga. Saqué del basurero el diario y se lo entregué, como si me quemara las manos. "Que se diviertan", le dije.
En cuanto volví a quedar sola decidí estudiar el informe que acababa de enviarme el departamento de imagen. No pude concentrarme y lo dejé para el día siguiente. Al salir de mi oficina me sorprendió ver a Leticia instalada ante su computadora. "¿Qué pasó con la ida al cine?" "Jorge acaba de llamarme: le surgió un imprevisto. Después me explica".
Dio varios golpes en el escritorio y se levantó: "Por mí que no lo haga. Ya me imagino lo que sucedió: su mujer fue a buscarlo al trabajo; pero ni modo, es mi culpa, eso me saco por andar con un hombre casado".
"¿Te importa mucho?", pregunté con miedo de ser indiscreta. Leticia levantó los hombros: "¿El? Más o menos: pero de todos modos me choca que me deje plantada. Le he dicho mil veces que cuando no esté seguro de que podemos salir, mejor no me invite. Si hay algo que detesto es este tipo de situaciones. ¿Tú no?".
Leticia había interpretado mi silencio como señal de indiferencia. Intenté desvanecer el malentendido: "¿Por qué no le comunicas a Jorge lo que acabas de decirme?" Mi amiga se cruzó de brazos: "¿Cómo crees que me paso la mayor parte del tiempo en que puedo ver a Jorge? ¡En decírselo! Pero ya me cansé de su inmadurez y de mi pasividad".
Había escuchado esa frase muchas veces sin que cambiara en nada su relación, pero aún así le pregunté qué significaban esas palabras. "Por lo pronto, que voy a largarme al cine solita, a no ser que me permitas invitarte". No pude negarme.
Antes de diez minutos me encontré en el automovilito de Leticia. De entrada me juró que hablaría de todo, menos de ese tipo. Rompió su juramento apenas nos rebasó una camioneta oscura: "Allí va Jorge. Le perdono que vaya con su mujer, pero si lo sorprendo con otra vieja..." Ante mi horror Leticia zigzagueó y aceleró. La maniobra le permitió emparejarse con la camioneta oscura y mirar al conductor. Por supuesto no era Jorge. Sentí un alivio inmenso, en especial después de imaginarme lo que habría sucedido en caso de que las sospechas de mi amiga se hubieran justificado.
Cuando Leticia me invitó no le pregunté a qué cine iríamos. Lo supe al llegar al Géminis. La idea de que íbamos a ver una película del ciclo Visiones mexicanas del adulterio me provocó el deseo de excusarme y desaparecer, pero en seguida comprendí que en las circunstancias por las que estaba pasando mi amiga mi deserción sería, más que un desaire, una falta de solidaridad.
La persecución de la camioneta oscura nos había demorado. La película estaba a punto de comenzar. Entramos en la sala cuando se apagaban las luces. Apenas nos sentamos escuché de nuevo la voz alarmada de mi amiga: "Qué bárbara soy. No te pregunté si querías un refresco". Su amabilidad me hizo comprender que ella era el tipo de espectadora que todo el tiempo hace comentarios en voz alta sin importarle las protestas de los demás. Negué con la cabeza y fingí un profundo interés en la cortina que ya se deslizaba.
Me sobresalté cuando vi en la pantalla el símbolo de la compañía para la que mi madre trabajó durante su carrera de actriz. Mi primer impulso fue huir, pero cuando apareció el título de la película ?Fusiles y muñecas? quedé petrificada.
Me sentí dividida entre lo que veía y el recuerdo de mi madre esforzándose por interesar a mi padre en el libreto que estaba ensayando: "Todo sucede en un departamento y a lo largo de una sola noche. Habla de un hombre al que su mujer está a punto de abandonar para dejarlo solo con su niña y otros dos hijos. Es una historia preciosa y también muy triste. Se basa en una poesía de Juan de Dios Peza y dicen que también en su propia vida. Pero ni creas que te la voy a contar. Mejor te dejo picado. A lo mejor logro que, al menos por esta vez, vayas al cine a ver cuando menos una de mis películas".
"Como que las bellezas de antes eran un poco gordas", dijo Leticia cuando apareció una mujer en la pantalla. No le respondí. Estaba en tensión, desconcertada, preguntándome qué me sucedería cuando mi madre apareciera. Ignoraba en qué momento iba a ocurrir el milagro de verla moverse, reír, hablar como si no hubieran transcurrido tantos años desde su muerte.
Mientras los personajes iban apareciendo en la pantalla, por mi mente desfilaban otros: mi padre, en camiseta, concentrado en resolver crucigramas; mi hermano José, negándose a dormir, esperando que la puerta se abriera. Me vi también contemplando a mi madre mientras hacía su rutina de belleza para estar lista en el momento que le ofrecieran otro papel.
Me pareció increíble que el cine que me había arrebatado a mi madre estuviera a punto de devolvérmela, aunque convertida en otra, en alguno de los muchos personajes que encarnó y de los que nunca supimos nada. A cambio de permitirle realizar su sueño de ser actriz, mi padre le exigió que nunca, bajo ningún concepto, nos llevara a ver "sus porquerías". Ella lamentó aquel rigor.
Cuando apareció mi madre la reconocí por la voz, ya que el maquillaje y el atuendo destrozaban por completo su belleza y su esbeltez: "Fue un impulso ciego. No pude resistirlo. ¿No te ha pasado lo mismo a ti con muchas mujeres".
En respuesta el marido le señala la puerta de la casa: "Sí, pero en el hombre es diferente. Somos débiles. La carne nos domina. En cambio, las mujeres tienen responsabilidades morales irrenunciables con sus hijos. Vete. No quiero volver a verte. No sigas contaminando a tres inocentes con el lodo de tu pecado. Yo me haré cargo y seré padre y madre para los tres".
En ese momento mi madre levanta los hombres, gira y se queda mirando hacia la cámara. Por un segundo tuve la sensación de que había hecho ese movimiento para mí, pensando que alguna vez en el fondo de los años podría ocurrir ese extraño reencuentro.
Cuando la vi encaminarse a la puerta no pude contener el impulso de detenerla y levanté el brazo. Leticia se volvió: "¿Te pasa algo?" No le contesté. El resto de la película estuve esperando que volviera a ocurrir el milagro. No fue así.
La luz se encendió. Como si fuera la señal esperada, Leticia comenzó a analizar la película en voz alta: "Estuvo malona. Muy anticuada. Extrasupercursi. ¿Tú crees que una mujer de ahora se dejaría tratar como la gorda del abrigo de pieles? Y es bien machista. Presenta al marido como un santo y a la esposa como el demonio de la lujuria. Qué pérdida de tiempo".
Dije cualquier cosa y le pedí que me llevara a mi casa. Necesitaba estar sola para deleitarme reconociendo el extraordinario talento de mi madre. En efecto, fue una gran diva. Valió la pena nuestro sacrificio. Lo supe cuando, después de su aparición en la pantalla, recordé la forma de vivir su papel de actriz; los complicados preparativos, los ensayos, los arranques de nervios previos a cada una de sus actuaciones, aunque todas fueran a ser tan insignificantes como la que realizó en Fusiles y muñecas.