MIERCOLES 20 DE DICIEMBRE DE 2000

Ť En Xalitzintla, resistencia a abandonar viviendas


Bajo el fuego del volcán, la madrugada pareció eterna

Ť "šPor el amor de Dios, váyanse de aquí!", pedían los policías

Ť Don Goyo es bueno, no creo que hoy nos haga nada, reviraban

Gustavo Castillo García, enviado, Santiago Xalitzintla, Pue., 19 de diciembre Ť A las dos de la mañana Don Goyo estalló de nuevo. Largas lenguas rojas, naranjas, llenaban el cielo. Los estertores del viejo volcán hacían vibrar el terreno. En lo alto de la torre de la iglesia dos soldados repicaban las campanas. Y es que la orden había sido terminante: šni un alma debía permanecer un minuto más en el poblado!

La mayor parte de los vecinos se había marchado ya. Sólo un centenar de los cerca de 4 mil habitantes se aferraban a sus pertenencias, a su pasado, a su vida. Don Crecencio Sandoval se encerró a piedra y lodo. Dijo que de ahí nadie lo sacaba. Apurados, los policías estatales suplicaban: šPor el amor de Dios, váyanse de aquí! Ellos y los militares tenían las tres de la mañana como hora límite para el desalojo.

El estruendo causado por las piedras encendidas se intensificaba por momentos, pero la gente de Xalitzintla se guardaba en sus hogares y no respondía a los desesperados golpeteos en las puertas. Inútil parecía el esfuerzo de los uniformados. El tiempo corría; sin embargo, la madrugada se tornó eterna.

A ratos, las luces del volcán semejaban una lluvia de estrellas. Pronto, la nube de gases que el volcán emitía opacó el resplandor. El cráter del Popo ardía y por sus costados resbalaban las piedras de fuego.

El repique de las campanas era la señal de salida. A toda prisa, los militares subían a los camiones sus equipos de radiocomunicación y sus víveres. El trajín se realizaba a un costado del palacio municipal.

Los policías de la localidad no cejaban. Daban toda clase de argumentos para convencer a los reacios habitantes de este lugar. "šPrimero la vida. Luego los pollitos y las gallinas!", les decían en serio. Así dieron las cuatro de la mañana.

šAquí no va a pasar nada!

No obstante el movimiento en las calles, Santiago comenzaba a convertirse en un pueblo fantasma. Una larga línea de camiones llenos de militares y vehículos "todo terreno" encendieron motores y emprendieron la retirada. Sólo un alto en el camino, a la entrada del caserío ubicado a diez kilómetros de las fauces del volcán. Unos minutos para cerciorarse que ya nadie regresaría.

Pero... no todos se fueron. Hubo quienes resistieron las súplicas y los argumentos y permanecieron bajo su cuenta y riesgo. Unas 50 personas -de acuerdo con los datos recabados por los encargados del operativo- decidieron esperar, porque aquí nadie le teme a Don Goyo. O, quizá, porque al irse perderían todo.

No sucedió lo mismo en el vecino poblado de San Pedro Yancuitlalpan, localizado a unos 14 kilómetros del volcán. Salvo diez personas, los demás emprendieron la huida. La madrugada los miró partir en sus destartaladas camionetas. Se fueron por el camino a Huejotzingo.

San Pedro quedó desolado. Los ladridos provocaban escalofríos. Un policía no aguantó, y dijo: "Muchachos, dicen que cuando los perros ladran así es que algo grave va a pasar". Ya estaba pasando.

"No se metan a Santiago -advertía-; mejor dense la vuelta y desde la carretera cuiden al volcán".

Obcecados, los reporteros no hicieron caso y por eso pudieron atestiguar la fallida evacuación total de Xalitzintla. Por sus calles se multiplicaban las voces. "šPor el amor de Dios, váyanse de aquí! šNo sabemos qué pueda pasar!", gritaban los uniformados.

Cuando las buenas formas se agotaron, otros métodos fueron utilizados. Quienes abrían sus puertas eran obligados a subir a los microbuses. "Es por su propia seguridad", no se cansaban de repetir los policías. "Ya luego se verá cómo recuperan sus pertenencias. No sabemos qué va a pasar en este lugar. šLo importante es su vida!"

Cuando la familia Pérez -papá, mamá y un pequeño acostados en un colchón- respondió con un terminante šno!, los fotógrafos y camarógrafos fueron invitados a salir de la casa. Entonces, con firmeza pero sin violencia física, el colchón fue levantado en vilo y sus ocupantes tuvieron que ponerse de pie para no caer. A las carreras recogieron lo que se encontraron al paso, y salieron.

Afuera, en un microbús ya casi lleno, otros residentes de Xalitzintla esperaron de manera paciente por los Pérez. Los equipajes eran apenas unas bolsas de plástico y costales con ropa. Pero sobre la misma calle, la Cuatro Oriente, había quienes con el susto reflejado en el rostro aguardaban por el transporte que los conduciría "quién sabe a dónde".

A las cinco de la mañana Santiago Xalitzintla estaba desierto. Quienes se negaban a marcharse se escondían en sus casas. Una hora después el estruendo de Don Goyo alborotaba los gallineros y volvía a encender las luces de alerta. El frío entumía.

A las siete, Xalitzintla se convirtió en tierra de reporteros. Equipos de transmisión vía satélite fueron colocados frente al palacio municipal. Decenas de tripiés fueron montados mirando al coloso. En tanto, apenas cuatro habitantes podían ser vistos en la calle.

Don Crecencio reapareció. La misma cobija tapaba su espalda. Con su sombrero de palma en la cabeza disimulaba su mirada, que se dirigía una vez más al Popo. De nuevo rechazó hacer declaraciones a la prensa. Ni siquiera quiso decir dónde vive. Todo lo que expresó es que él se quedó "para ver los animales. Mi familia sí se fue. Ya verán: aquí no va a pasar nada".

Juana de Olalde caminaba sobre una de las calles aledañas a la sede de la presidencia municipal. Tiene 60 años. Para ella no tiene caso irse. "ƑPara qué? Si me he de morir, que sea aquí, šen mi tierra!, donde todo puede ocurrir, pero Don Goyo siempre ha sido muy bueno con nosotros y no creo que hoy nos haga nada. šTodo son meras fantasías!"

Envuelta en su rebozo, aceptó orgullosa ser fotografiada con el volcán a sus espaldas, justo cuando sobre su cráter se alzaba una inmensa fumarola.

Otros dos pobladores aparecieron. Uno de ellos, acompañado por dos perros, miraba, recargado en un poste de luz, las emanaciones. El otro pareció dirigirse a las canchas de futbol que están al final de la calle que pasa frente al edificio del gobierno municipal.

El día empezaba a clarear. De todos modos, el pueblo parecía abandonado. Calles vacías, puertas atrancadas con palos y tenues luces que simulaban que sus moradores estaban dentro.

Así transcurrió aquí la larga, larga madrugada, bajo el fuego del volcán.