EL AÑO DE LA ALTERNANCIA
La entrada del año 2000 fue causa de innumerables
festejos y algarabía en todo el mundo; las computadoras resistieron
el temido colapso informático; se derrumbaron las profecías
apocalípticas, y los relojes siguieron marcando cada segundo de
los 366 días del año --fue bisiesto-- que hoy culmina.
Para los mexicanos, más allá del fin de
milenio o el cambio de siglo, el 2000 fue, y seguirá siendo para
la posteridad, el año de la alternancia. Será recordado como
el año en que, después de siete décadas en el poder,
el PRI fue derrotado en una elección limpia por un personaje ajeno
a la clase política tradicional, pero con una incuestionable capacidad
de liderazgo. Anteponer la derrota del PRI al triunfo de Vicente Fox es
la lectura correcta del momento histórico. El mismo Fox, cuando
candidato, logró convencer a los electores de que, finalmente, alguien
podía sacar al PRI de Los Pinos por la vía democrática,
y así fue. Fox, el empresario que según declaró a
la revista L' Express International de París, se dedicó a
la política porque "su país le entristecía", logró
lo que tan solo hace unos años parecía imposible: sepultar
al viejo régimen. El 2 de julio, el partido de Estado perdió
la Presidencia de la República en una elección ejemplar,
sin fraudes ni trampas mayores (aunque todavía gobierne 19 estados,
que representan al 61.62 por ciento de la población).
De tal suerte, el 2000 culmina con un gobierno nuevo,
desligado del PRI. Pero, con la entrada del año nuevo y el transcurrir
de los meses, la euforia del cambio se irá desvaneciendo y nuevos
sucesos, antes desconocidos por los mexicanos, acapararán la atención
pública.
Por ejemplo, en la memoria histórica de nuestro
país todavía no se concibe el estado de derecho pleno, porque
nunca ha existido. Es por esto que el fallo emitido por el Tribunal Electoral
del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) que anuló la
elección de Tabasco nos resulta insólito. En otras palabras:
los mexicanos no estamos acostumbrados a la legalidad. Posiblemente todavía
no terminamos de digerir que por primera vez en la historia moderna de
México, tengamos un gobierno legítimo, que si bien no obtuvo
la mayoría absoluta del voto, ganó en un proceso democrático
avalado por un órgano autónomo como el Instituto Federal
Electoral.
En este sentido, Fox tiene un reto mayor: gestar un nuevo
pacto social. Es impensable que de manera unilateral el gobierno imponga
el pago de impuestos, cuando, en principio, los ciudadanos tienen toda
la razón en desconfiar y no cumplir voluntariamente. Establecer
el vínculo entre el pago de impuestos y la exigencia de cuentas
por parte de la sociedad, requerirá mucho más que dialéctica
popular y tecnicismos fiscales.
Fox recibe un país de casi 100 millones de habitantes,
con grandes carencias, desigualdad, graves problemas de inseguridad y un
rezago educativo imperdonable. Pero, aunado a esto, gobierna y forma parte
de una sociedad que apenas se asoma a la vida democrática y el estado
de derecho, y que espera resultados en el corto plazo.
No es posible romper de tajo con el pasado, evitar las
inercias. El reto es tan grande como las expectativas creadas. Por lo pronto,
la composición plural del Congreso, sin mayoría de ningún
partido en las cámaras de Diputados y Senadores, permite dejar atrás
el presidencialismo para hablar de lo que puede ser un auténtico
régimen parlamentario. Asimismo, en un mes de gobierno, Fox ha demostrado
que tiene capacidad. Ahí están los avances hacia la reanudación
del diálogo en Chiapas y la aprobación del Presupuesto de
Egresos para el 2001. En lo social, empeñó su palabra en
beneficio de los pobres, en favor de la educación y la justa distribución
de la riqueza. Que así sea.
EL PLAN CLINTON, COMO CLINTON, SE DESVANECE
El Plan Clinton para la paz entre Israel y los palestinos
chapalea en el pantano creado por el flujo continuo de sangre palestina
e israelí, provocado por los incesantes atentados y las aún
peores represalias armadas. Creyendo trabajar para la paz (o fingiendo
hacerlo) Clinton ha ofrecido a las víctimas de la ocupación
la zanahoria y el bastón. O sea, dinero para la Autoridad Nacional
Palestina más la soberanía sobre la Explanada de las Mezquitas
(hace tres meses hollada por Ariel Sharon y sus huestes armadas, lo cual
dio origen a la actual Intifada) más 100 por ciento de Gaza y 95
por ciento de Cisjordania.
Pero todo eso está unido a la exigencia de abandonar
el derecho al retorno a sus hogares de los cuatro millones de palestinos
expulsados por Israel y que perdieron sus casas y propiedades (derecho
reiteradamente reconocido por Naciones Unidas) y unido también al
hecho de que permanecería en los territorios ocupados 80 por ciento
de las colonias judías allí instaladas ilegalmente y que
la ONU pide desmantelar, de que se mantendría la división
de las tierras palestinas por las rutas estratégicas sólo
para los militares israelíes y Tel Aviv controlaría todo
el valle del Jordán, es decir, el agua, los recursos, las fuentes
de trabajo de los palestinos, reducidos a la ficción de un Estado
dependiente de Israel. Es lógico que el pueblo palestino y su misma
dirección política ni quieran ni puedan aceptar condiciones
que equivalen a una nueva derrota y al abandono de sus reivindicaciones
y su dignidad. Ahora bien, como los comicios en Israel deben realizarse
en la primera semana de febrero, y dado que el candidato de la ultraderecha
expansionista, Ariel Sharon, distancia por mucho en las preferencias a
Ehud Barak, es muy difícil que éste logre una paz que pudiera
darle la victoria electoral, a menos que tenga la valentía de tomar
medidas unilaterales retirando el ejército de las tierras palestinas
para acabar con los choques y que hiciese reales concesiones económicas
y sociales a los palestinos.
Pero, incluso, eso no le aseguraría automáticamente
el cargo de primer ministro, no sólo porque los árabes ciudadanos
de Israel esta vez parecen querer votar por candidatos propios, en vez
de apoyar a los de la izquierda sionista como han hecho siempre, sino también
porque la histeria y el racismo antiárabe han adquirido en Israel
una gran magnitud e inclinan al electorado a la derecha. De modo que el
milenio podría inaugurarse en Israel con un gobierno de Sharon --el
denunciado por la ONU como mandante de los asesinatos masivos de Sabra
y Chatila-- y, por consiguiente, con una nueva guerra israelí palestina
que podría degenerar en una conflagración bélica entre
Israel y los estados árabes. Clinton, en el fin de su mandato, no
tiene fuerzas, ni políticas ni morales, y su sucesor carece de ideas
y de experiencia internacional.
De modo que la locura de Sharon y de la extrema derecha
israelí no tiene contrapeso y el fundamentalismo islámico
se apoya en la desesperación de quienes ven amontonarse nubarrones
sobre su ya oscurísimo horizonte. Toca entonces a la comunidad internacional
hacer saber a Tel Aviv que una nueva guerra podría tener para Israel
un gran costo político. Ojalá que no sea tarde. |