DOMINGO Ť 14 Ť ENERO Ť 2001

José Agustín Ortiz Pinchetti

šNi callar! šNi obedecer!

Otra vez puedo escribir mi ar-tículo de cada domingo. Ha pasado la borrasca del periodo inaugural del Gobierno del Distrito Federal. En un breve tramo de vida un thriller político. Las cosas han salido bien y tengo un rato para observar la Gran Plaza, corazón de México.

En el extremo sur del Zócalo se levantan dos palacios grises, tan parecidos como dispersos en todo el DF, dos hermanos. Desde ellos y desde cientos de otros más modernos se gobierna la ciudad capital. El Palacio del Ayuntamiento al poniente, en el que despacha el jefe de Gobierno, es un edificio virreinal, barroco, que durante la Colonia fue el bastión político de la criollada. El otro edificio vecino de la Suprema Corte fue construido en este siglo, en los años 40. Los gobiernos revolucionarios inventaron la avenida 20 de Noviembre, que arrancó desde Tlaxcoaque y destruyó una ancha franja de la masa urbana colonial: desaparecieron vecindades, palacios e incluso parte de templos católicos. Las buenas conciencias de la época pensaron que el furor neourbanístico de los revolucionarios amenazaba con atravesar el Zócalo y arrasar con la Catedral.

Hoy desde mi oficina en el edificio "nuevo" contemplo indemne, špor fortuna!, al mayor templo del país, esplendente después de una breve e inesperada lluvia invernal.

El arte de gobernar a la capital es sabiduría difícil. Los ciudadanos a gobernar son 9 millones con todo y sus propiedades. Además, cada día fluyen al Distrito Federal unos 2 millones de gentes que duermen en el estado de México, en Hidalgo, y algunos en comarcas tan lejanas como Tlaxcala y Puebla, y vienen a diario hasta las oficinas y fábricas capitalinas.

Las instituciones que deberían facilitar la tarea de gobierno de esta metrópoli la hacen mucho más difícil, una voluntad perversa ha intentado mantener como súbditos a los capitalinos y como un espacio del autoritarismo a la capital. Primero los virreyes, luego presidentes, le pusieron riendas a la ciudad de México para controlarla, y con ella al país. Hay en su régimen institucional contradicciones que uno imaginaría producto de la ineptitud de los juristas pero que son en el fondo fruto de la malicia. Y esto se debe al temor que ha padecido la clase política dirigente ante la independencia progresiva del Distrito Federal. En la época más reciente, en los últimos 15 años se han votado cinco reformas que finalmente no han producido nada satisfactorio: El jefe de Gobierno no es ni un regente, ni un gobernador. La Asamblea Legislativa no es un Congreso, ni una cámara, ni la vieja semiimpotente Asamblea de Representantes. Los delegados no son funcionarios dependientes del gobierno central pero tampoco existe un cabildo como en los municipios del país. El DF no es ni un estado, ni territorio, ni tiene su propia estructura.

En una pared del edificio virreinal he leído las palabras del marqués De Croix, un virrey que en 1767 respondió a la amenaza de una rebelión popular contra la expulsión de los jesuitas con un decreto infamante: "los mexicanos nacieron para callar y obedecer y no para opinar de las altas cosas del Estado".

Cuando en 1991, en el gabinete de Carlos Salinas, otro déspota ilustrado, se discutió con gran calor la posibilidad de democratizar al Distrito Federal, el ala más conservadora del gobierno se opuso, alegando de que si se abría el régimen de la capital se precipitaría el colapso del sistema presidencialista. Tenían la razón. La ampliación progresiva de los derechos de los capitalinos aceleró los cambios en todo el país. El triunfo de Cuauhtémoc Cárdenas en 1997 es la puerta por donde se abre paso a la transición; sin él sería impensable el triunfo opositor en 2000.

Los capitalinos son los más emprendedores, politizados y beligerantes habitantes de todo el país. Por supuesto que nadie los puede hacer callar y ningún gobierno podría obligarlos a obedecer. Sin embargo, en las más ruidosas manifestaciones hay siempre un sentido de autocontención y de respeto a la ley. Salvo cuando terminan en bloqueos, las marchas no impiden la vida de la ciudad. La protesta violenta no ha aparecido. La gente goza de un espíritu cívico notable.

En breve los partidos políticos tendrán que afrontar de nuevo el tema de la reforma política en el Distrito Federal. Decidir qué tipo de entidad federativa debe ser la capital; restructurar las relaciones entre los órganos de la Federación y los órganos locales de gobierno; organizar los poderes de un gobierno autónomo y también los de las "delegaciones", que deben tener ciertas características municipales, acompasadas por una coordinación territorial. Habrá que restructurar los sistemas de rendición de cuentas e información y también los instrumentos de participación ciudadana, e incluso garantizar la consolidación de los comités vecinales. No podrá perderse de vista la dimensión metropolitana. El Distrito Federal forma con seis estados una región que se va ar-ticulando progresivamente y que tendrá que ser gobernada con criterios nuevos, audaces, inéditos.

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