Los niveles de lectura en México son bajísimos. Es cierto que las historietas acompañadas de dibujos lúbricos gozan de popularidad y que los profetas de la superación personal tienen una grey amplísima en un país necesitado de ayuda (empezando por los miembros del gabinete que pertenecen a la sección crecimiento con calidad).
Si entendemos la lectura como una experiencia cultural, hay que decir que leer chatarra no es leer, como tampoco podemos considerar que son muy cultas las personas que leen sin cesar los mensajes en las cajas de cereales mientras desayunan. Los libros de autoayuda existen para apaciguar a los preocupados, no para estimular su inteligencia.
La única manera de medir la lectura real, como ejercicio intelectual, son los libros, las revistas y los periódicos con contenidos culturales. Y no hay duda de que en ese rubro el hábito de lectura está en la lona. Hay diarios capitalinos de calidad que no llegan a los 100 mil lectores (en una ciudad de casi veinte millones de habitantes). Hay ciudades de provincia, con tradición universitaria, que no tienen librerías o donde los libros sólo se venden en las papelerías o los Sanborns.
La situación es tan dramática que la letra impresa se ha convertido en productos con denominación de origen. Si las guitarras son de Paracho y el tequila de Jalisco, los libros son del sur de la ciudad de México. La única forma de remediar esto es crear un hábito de lectura desde la infancia, y ahí sí soy optimista. Por primera vez hay editoriales que publican cosas de calidad para los niños y ya se da el caso de familias donde los niños son más cultos que los adultos.