JUEVES Ť 18 Ť ENERO Ť 2001
Margo Glantz
La contaminación de lo público y lo privado
Hace más de un mes que releo a Rousseau, sobre todo Las confesiones, libro que se inscribiría dentro del género autobiográfico, pero de manera totalmente inédita. La autobiografía -llamada muchas veces ahora y de manera más modesta ''historias de vida''- es la pretensión desaforada de exhibir ante el público un yo íntimo, privado, individual, una práctica quizá ahora demasiado manoseada, y que el ciudadano de Ginebra inauguró con la intención de erigirse como ejemplo, como ejemplo de hombre verdadero en una sociedad esencialmente hipócrita, y donde aun los hombres más ilustrados -Diderot, Voltaire, D'Alembert-, asumían las convenciones de su tiempo. Rousseau, un hombre que reseñó su intimidad para exponer su verdad, un hombre que optó por la libertad y la vida natural en una sociedad aristocrática donde quienes no pertenecían a la nobleza sólo podían divertirla, como los bufones de las antiguas cortes.
Rousseau quería convertirse, dice el filósofo suizo Jean Starobinski, en un hombre cuya alma fuera transparente a los ojos de sus lectores, demostrar que quienes lo perseguían estaban errados y sólo él era verdadero en una sociedad que se encubría: el filósofo explica su "imposibilidad total en que me encuentro debido a lo que soy de esconder nada de lo que siento y de lo que pienso... Mi corazón transparente como el cristal nunca ha podido esconder ni siquiera un minuto cualquier sentimiento importante que se haya refugiado en él...''
Rousseau se escapó de su medio y de Ginebra, intentó ascender socialmente, pero la sociedad aristocrática francesa le enseñó entonces que existían barreras infranqueables que separaban a los nobles de los plebeyos. A fuerza de trabajo, de talento y de reverencias, obtuvo sin embargo muchas prebendas: fue secretario del embajador francés en Venecia, cajero de un banquero importante, joven autor lleno de promesas, ganador de un concurso internacional que lo hizo famoso, autor de una ópera -El adivino del pueblo-, que conquistó al rey Luis XV, quien, además de ofrecerle una entrevista, le concedió una pensión vitalicia, cosas ambas que el filósofo no aceptó. Decidió en cambio vivir una vida austera, pero libre, ejerciendo el oficio de copista de partituras musicales, a 10 centavos la hoja; oficio que le permitió vivir, como él mismo asegura en sus Confesiones.
Según palabras del marqués de Argenson, a la salida de un consejo de ministros en donde se comentó la insolencia de Rousseau, el ginebrino pertenecía a esa especie de ''filósofos libres'' que según la fórmula de D'Alembert habían hecho profesión de "libertad, pobreza y verdad", en libros que circulaban de mano en mano y ponían en entredicho el sagrado derecho a la propiedad y los fundamentos del régimen: el trono y el altar, la monarquía por derecho divino y el dogma católico. Tres siglos más tarde, una de las máximas transformaciones de la sociedad moderna (cuyo signo esencial, el consumismo, se convierte en nueva ecumene, por lo que tan bien se acopla con ecumenismos más tradicionales como el catolicismo, tal y como ahora lo experimentamos en nuestra recién estrenada transición democrática), es la confusión entre los espacios público y privado, una confusión que ciertas figuras, como el EZLN y el subcomandante Marcos, se han encargado de resaltar. Porque, como dice Carlos Monsiváis en su fundamental entrevista, "son, es, uno de los grandes interlocutores de la sociedad mexicana, y en medida significativa, de otros sectores internacionales'' (La Jornada, 8 de enero). Esos mismos interlocutores a quienes hace muy poco tiempo les había advertido el historiador Antonio García de León que corrían el riesgo terrible de convertirse en una "anécdota folk" (La Jornada, 26 de diciembre).
Es significativo el debate formulado por algunos voceros del Estado resumido en un paradigma aparentemente trivial: Ƒdeben los comandantes zapatistas venir a la ciudad de México -si es que pueden hacerlo- encapuchados o desencapuchados? Ese debate vuelve a poner de nuevo sobre el tapete, pero reformulada, la discusión acerca de la transparencia y la mentira en los espacios privado y público, que había iniciado Rousseau en sus Confesiones.