LUNES Ť 22 Ť ENERO Ť 2001

Hermann Bellinghausen

Ojos tan gruesos

Asanarbor lleva la cabellera al viento, toda despeinada, a través de unos campos que no conoce, raudo en la grupa de una Turbo Extra Swift, equivalente a las motocicletas actuales, pero para entonces con un desarrollo tecnológico que habrá prescindido del motor y las llantas. Nada que ver con las Harley que conocemos. Una moto de otra manera.

La juventud de Asanarbor es tan fuerte que lastima las coyunturas y le deja esa sensación de músculo muy usado en un esfuerzo. La edad del joven es la del atleta. De lo rápido que va y lo poco que se cansa, se pierde de vista y es un extraño para sí mismo. No se angustia, disfruta porque no es pendejo y le encanta usar el cuerpo.

(La Turbo, que en el habla vernácula, ya ven cómo son las clases populares, se habrá pasado a llamar Sopladora, tiene la gracia de no necesitar caminos. Tampoco es que pretendan volar, ni él, ni el aparato, un vehículo terrestre que flota como sobre una cama de aire condensado y puede convertirse indistintamente en vehículo acuático, sólo que ahí aparece el peligro de las ondas frías; un traspié en el agua es seguro chapuzón, y no siempre anda uno en el ánimo.)

ƑQué lleva en el nombre, Asanarbor? Suena húngaro. ƑDe qué color pinta la existencia? Su idea de la duración, rica en parámetros, Ƒcómo es abierta? ƑQué estupor inunda el halo de sus pupilas?

A sus costados corren laderas verdes secándose al sol. Los sonidos de la vegetación sueñan despiertos. En el llano las trojes ahítas de mazorca despiden un resplandor amarillo que Asanarbor no se atreve a pasar por alto. Le palpitan los ojos, y los huesos. Tiene en su haber idiomas, mas no los suficientes para expresar esa emoción de movimiento.

Por cierto, debería llevar el casco reglamentario, pero no hay patrullas ni agentes de Trance que lo multen en tales lares, y el aire es bueno respirarlo de vez en cuando. No parece que vaya a llover. Las nubes cuelgan, esparadrapos sin forma, inocentes como un desierto en cámara rápida, tan delgadas que no hacen sombra. Qué meridional es todo.

(Por entonces, las ciudades seguirán a oscuras, como ahora, y pagarán fortunas por el derecho de alumbrado las 24 horas, mientras los campos, por primitivo que suene, conservarán el horario de los astros, y lo días serán gratis.)

De momento no se sabe quién es, de dónde viene, si Asanarbor es su verdadero nombre.

Se escucha un rumor de voces. Hacia una orilla fluvial del valle vislumbra lo que sugiere un círculo de personas asistiendo a un fuego. Asanarbor enfila la Turbo. Oye palmas. Cantos. Frena. Desabotona su chaqueta y se apea. La Turbo, al apagarse, vibra inconforme.

Hagan de cuenta que estuviera pintado en la pared. Nadie voltea. A él le agrada lo que cantan, pero se le escapa la letra. Se acerca. El círculo es grande. Lo atraviesa en actitud de caminar un bosque. Al centro la hoguera puesta al sol se ve blanca y el humo es largo, largo esparadrapo.

El calor de la hoguera en su rostro es tan intenso que se detiene. La gente palmea distinto ahora, lo acoge y anima a que haga algo, diga o se mueva. Le vienen ganas de bailar a la Zorba, aunque no sea su fuerte. La gente le abre un espacio en el círculo para que se ponga. Les gusta lo mal que baila. Pero él así, meneándose, termina de picar, sale del círculo y se encamina a la Turbo estacionada, que enciende los foquitos rojos del tablero al detectarlo.

Las palmas dejan de aplaudir, se agitan al aire. El círculo rompe filas, la gente sale tras él o se escabulle, aprovechando la distracción. Asanarbor se aleja; él, que no tiene más país que el nombre, con la cabellera al viento, a través de campos que no conocía, igual que Gulliver podrá decir estuve. Y sigue su camino, que a conocerlo vino. Si no, para qué esos ojos tan gruesos. ƑPara qué, eh?