MARTES Ť 23 Ť ENERO Ť 2001

Ugo Pipitone

21 de enero de 1921

Hace ochenta años, en el pleno de la crisis política de la posguerra, nacía el Partido Comunista Italiano. En ese mismo año, en diversas partes del mundo nacían muchos otros partidos comunistas que hacían de la Revolución Rusa su estrella polar. Se abría así un largo ciclo histórico que en años recientes se concluye obligando a una reflexión histórico-política, que está lejos de haberse concluido.

Detengámonos por un instante, suspendiendo las preocupaciones del presente, para reflexionar telegráficamente sobre el ciclo histórico que hizo de la revolución el acto fundacional de una nueva sociedad que no llegó. Simplificando en forma brutal una realidad mucho más compleja, dos ideas centrales hicieron del comunismo uno de los mayores protagonistas del siglo XX.

La primera --de la que Lenin fue el principal y sin dudas el más inteligente propagandista-- consistía en la afirmación que, a partir de la Primera Guerra Mundial, el capitalismo había entrado en un irreversible proceso de disgregación interna. En ese contexto, cualquier intento de reforma se convertía en una claudicación frente a la tarea de acelerar el tránsito hacia una nueva sociedad. La segunda era que las formas parlamentarias se habían reducido a un engaño formal que legitimaba el poder de grandes empresas proyectadas a asentar un dominio aplastante sobre la vida de enteras sociedades.

Tocaba la campana a muerte del capitalismo y de la democracia burguesa y el comunismo se asumía como la partera de una nueva sociedad. Planificación centralizada y consejos obreros serían sus instrumentos. Inútil hacer aquí comentarios sobre las equivocaciones de este diagnóstico y sus múltiples variantes.

Un dato sobre el cual valdría la pena reflexionar es que después de la generación de los revolucionarios de principio del siglo XX que, no obstante sus errores, eran sin duda gigantes intelectuales (y sería suficiente mencionar los nombres de Lenin, Trotski, Rosa Luxemburgo, Gramsci, Mariategui), en las décadas posteriores y salvo contadas excepciones, el movimiento comunista ya no supo generar intelectuales ni lejanamente comparables con ellos. El comunismo se convirtió en una cansada herencia productora de ideólogos que reducían la dialéctica a un juego sofista y de burócratas persuadidos de ser encarnación del espíritu de la historia.

A ochenta años de distancia del comienzo del ciclo comunista dos cosas son evidentes. La primera es que la estación revolucionaria se ha cerrado (y no añadiré para siempre, porque quien habla con tanta seguridad del futuro o es sacerdote de alguna fe inmaculada o es un necio o, en ocasiones, las dos cosas) y el reformismo vuelve a ocupar el centro de un pensamiento laico y progresista que reconoce que el capitalismo está lejos de concluir su parábola histórica. La segunda es que, en muchas partes del mundo, la derrota (política y moral) del comunismo no deja un pensamiento progresista y reformador fuerte, sino una mezcla informe en que confluyen delirios guerrilleros, nacionalismos revolucionarios añorantes de un pasado mitizado, catastrofismos utopistas y, como común denominador, la incapacidad de vivir el presente con realismo y capacidad para mover hacia delante la frontera de la justicia y la democracia.

En el equilibrio entre reforma y revolución, la derrota histórica de la segunda abre nuevamente las puertas de la primera. Y sin embargo, el reformismo de tradición socialista aún está lejos de producir un núcleo fuerte de ideas y proyectos (inevitablemente plurales) capaces de oponerse a un espíritu de la época dominado por formas de eficiencia a menudo excluyentes. En ese vacío de ideas no es razón de asombro que, de una parte, el reformismo se encuentre a menudo en minoría frente a un agresivo pensamiento conservador, mientras, del otro lado, el radicalismo de izquierda se reduzca a formas cristianas de testimonio moral.

Convivir con el capitalismo forzándolo a mejorar la calidad de la vida de todos es tarea que requiere una mezcla de voluntad y de ideas que, por desgracia, aún no definen sus perfiles. Hic Rhodus, hic salta, habría dicho el viejo Marx.