JUEVES Ť 25 Ť ENERO Ť 2001

Olga Harmony

El veneno que duerme

La duda que tiene Segismundo en la parte última de La vida es sueño acerca de lo que es realidad y lo que es fantasma onírico, sin duda inspiró este montaje. Ricardo Díaz fragmenta la realidad del texto y la realidad del espacio y el tiempo de su misma puesta en escena, que empieza por la torpe memorización de las líneas, se sigue con ensayos en que el propio director hace indicaciones y, a medio camino, que los actores acudan a dar las gracias a un aplauso que no se da al final. La idea de oponer el artificio del hipoglifo violento al artificio de los modernos instrumentos de audio y video, así como la fragmentación de espacios, vistos desde diferentes perspectivas por el espectador, son extremadamente interesantes, aunque la intención inicial se pierde.

Me parecen dos líneas irreconciliables el uso de aparatos mecánicos y la aspiración a que la realidad fragmentada procure una sensación onírica. Atisbos de escenas, Rosaura discurriendo mientras enuncia su queja, sombras a contraluz, la voz pregrabada de Basilio y los murmullos que acompañan las acciones, o la falta de las mismas, resultan elementos que por sí mismos podrían dar esa impresión de incertidumbre del protagonista, pero su exceso mismo impide la total decodificación de signos. No se trata de qué tanto se conozca o no el texto calderoniano, ese en todo caso sería un problema de cada espectador y de la falta de rigor en la enseñanza literaria en nuestras escuelas, sino de lo que la dramaturgia y la dirección hicieron con este texto, los significados últimos de la propuesta.

No se entiende, por ejemplo, que las muy famosas décimas ("šAy, mísero de mí! ƑAy infelice!/Apurar cielos, pretendo..."), en lugar de ser una dolida imprecación del desdichado Segismundo sean murmuradas en tono de rezo, que casi siempre es súplica, por un conjunto de voces que parecen entonar un rosario. No encuentro intencionalidad en ello, como no la encuentro en detalles menores como son que al final la actriz que ha dicho los parlamentos de Clarín sostenga un paraguas negro, o que otro personaje use protector de galvanizador.

El público es trasladado a varios espacios, lo que sin ser muy original, sí ofrece perspectivas diferentes de los mismos lugares, aunque la supuesta o real inmersión en el sueño se rompe constantemente, porque esos tránsitos (y el acomodo en sillas de las señoras mayores que los y las muy corteses guías proporcionan) ocupan un lapso mayor que las escenas mismas. Tampoco logran gran sentido las simuladas escenas simultáneas en dos televisores dados por actores que gesticulan sin demasiada gracia. Estas rupturas, así como la danza gimnástica, antes estorban que agregan a una propuesta en principio interesante.

Si en Stabat Mater de Humberto Leyva, Ricardo Díaz jugó de manera espléndida con sus fuentes de luz, en este montaje exacerba ese gusto suyo por el claroscuro hasta límites que resultan poco tolerables, sobre todo porque la proyección de las voces de sus actores no es impecable, que quito el tono monótono, sin duda buscando, no resultan un contrapunto lo suficientemente poderosos para la casi oscuridad que campea hacia el final. Los momentos de sombras a contra luz pierden eficacia al alargarse en demasía y casi lo mismo se podría decir de la escenificación toda.

Da la impresión de que Ricardo Díaz se engolosinó demasiado con los recursos que utiliza y en algún momento perdió el rumbo de la teatralidad en este, por otra parte muy cuidado -lo que no era un contrasentido- nuevo montaje suyo.