DOMINGO Ť 28 Ť ENERO Ť 2001
Carlos Bonfil
A sangre fría
Bienvenida la gente que quiera detestar mi película... Nunca quise que fuera agradable y nunca pretendí que fuera divertida. Así habla Christopher McQuarry, guionista de Sospechosos comunes (Bryan Singer, 1995), refiriéndose a su primer largometraje, A sangre fría (The way of the gun). Y su comentario es oportuno. En efecto, su película dista mucho de ser agradable, y cuando llega a ser divertida, el humor es casi siempre involuntario. La premisa inicial es sencilla, dos delincuentes (Ryan Phillips, Benicio del Toro) deciden secuestrar a una joven embarazada (Juliette Lewis), madre sustituta que reserva su cría para un millonario mafioso. El asunto se complica cuando al tratar de cobrar el rescate los jóvenes descubren su desventaja frente a la mafia organizada.
La nueva incursión de McQuarry en el thriller tiene como atractivo principal su juego con las mitologías fílmicas, su homenaje a películas emblemáticas, La pandilla salvaje (Peckinpah, 1968), Butch Cassidy (Roy Hill, 1969), o Perros de reserva (Tarantino, 1992), y su apuesta por un western crepuscular disfrazado de cinta de acción neo-noir. Las persecuciones y el terrorismo acústico de sus interminables balaceras tienen como escenarios la ciudad y el pueblo fantasma (un premonitorio Salsipuedes en México), con un burdel llamado Nació madre, y judiciales y bandoleros fronterizos que desatan la hilaridad de los espectadores. Surgen continuamente nuevos personajes, matones a sueldo de aparición muy breve, como figuras en tiro al blanco. Los custodios de la joven, un guardaespaldas negro, otro blanco, sobreviven casi a todo, salvo a la frivolidad de quien subtitula la cinta y traduce hombre de color por "hombre colorado", volviendo piel roja a un afroamericano.
Hay algo fascinante en las primeras escenas, en la manera en que los custodios de la joven y los delincuentes establecen juegos de ingenio para tenderse trampas mutuamente, para burlar y desorientar al adversario. Luego de enfrentamientos entrecruzados a punta de revolver (a lo John Woo), sin un solo disparo, ambas partes vigilan y estudian movimientos, pasos y capacidad de respuesta del oponente, hasta inactivarlo y garantizar la huida. Esto prosigue incluso en los desplazamientos automovilísticos. De igual modo, los personajes acusan una complejidad poco común en el género. Difícil decidir si son héroes o villanos, o meros aprendices de ese desencanto existencial que ostenta el veterano matón Joe Sarno (James Caan) al decir: "Lo único que puedes concluir ante un viejo acabado como yo es que ha vivido". En cuanto a Juliette Lewis, de aspecto demacrado y espectral, los espectadores se preguntarán cómo puede llevar a término su embarazo, sometida a tantos forcejeos y agresiones físicas, a sobresaltos violentos y a una continua vejación moral. Una sonámbula embarazada sueña una pesadilla, y al despertar da a luz.
A sangre fría revela una originalidad sugerente y perturbadora: presenta la maternidad como una mera transacción financiera, y a la joven portadora del botín codiciado como un ser a la vez desvalido y cínico. Una subtrama sugiere en un joven médico a un posible héroe redentor en medio de tanta hecatombe sanguinolenta, pero el trazo del personaje es frágil y el nivel de actuación correspondiente tampoco mejora las cosas. Queda una sugerente fábula amoral, cuya intensidad dramática se ve disminuida por los artificios y complacencias de sus fanfarronadas escénicas. Más cerca de la Tarantino factory que de los hallazgos estilísticos del Peckinpah de La huida (The getaway, 1972), A sangre fría seduce a sus espectadores, los intriga continuamente, los ensordece a ratos, y finalmente los deja confundidos y exhaustos, como a sus propios protagonistas luego de una larga orgía de balas, cuyo inicio apenas recuerdan y cuya conclusión no llegarán a ver nunca.