Ecológica, 29 de Enero del 2001   

El círculo vicioso de la protección civil en el sexenio de Ernesto Zedillo: un balance cero positivo
 
Jesús Manuel Macías Medrano
 
Doctor en geografía por la unam, investigador del Ciesas
Correo electrónico: [email protected]

 
"Si no se cobra, ¿cómo la reparamos?" fue la respuesta de Ernesto Zedillo a damnificados que le dijeron no tener dinero para pagar los recibos de luz, ya que no tenían trabajo a causa de las inundaciones de 1999. Los desastres ocasionan la destrucción de las cosas y también acaban con las fuentes de empleo. Los damnificados requieren ser identificados en esa exacta dimensión de la desgracia. Zedillo poco entendió de esas cosas --y de otras muchas.

El estreno del presidente Zedillo en el poder público del país estuvo marcado por el proceso del riesgo-desastre y muy significativamente lo señalan los dos "errores de diciembre" de 1994: la hiperdevaluación de ese diciembre también se reflejó en la respuesta gubernamental a la crisis eruptiva del Popocatépetl. Zedillo ordenó la evacuación de más de 75 mil habitantes de las comunidades de mayor riesgo del volcán; apenas se contaron 25 mil personas en los albergues. La intervención gubernamental mostró a las personas bajo el riesgo volcánico que además tenían que enfrentar el otro riesgo de las pérdidas de sus bienes por las falsas alarmas y las evacuaciones forzadas. Un desastre nacional como la devaluación de entonces y el consiguiente sobreendeudamiento se sumó al desastre de los habitantes del Popocatépetl. Por ello, nunca habrá de eludirse la sospecha de que esa orden de evacuación masiva de Zedillo tuviera como propósito adicional ganar la distracción pública respecto del desastre mayor: la pérdida megamillonaria del patrimonio de los mexicanos a causa de dicha devaluación.

El año de 1995 también sería muy desastroso para el entonces presidente Zedillo. Principalmente mediados por huracanes y sismos, los desastres de ese año evidenciaron los estragos de las políticas neoliberales de los dos anteriores sexenios, el de De la Madrid y el de Salinas. El 10 de diciembre, un sismo de 6.3 grados Richter ocasionó muy serias destrucciones y poco más de 2 mil damnificados en el municipio de Coahuayutla, Guerrero, que no recibieron atención alguna de las autoridades federales y muy escasa de las estatales. El huracán Ismael irrumpió dejando 75 muertos, según datos oficiales, a causa de omisión e ineficiencia en los sistemas de alerta contra ese tipo de fenómenos atmosféricos. Fue una suerte de aviso a gritos para el Sistema Nacional de Protección Civil acerca de la urgencia de instrumentar sistemas de alerta temprana. El aviso fue ignorado o, peor aun, incomprendido por los "expertos" mexicanos de la protección civil. Vale comentar la paradoja que se dio en esos días: estaba en apogeo el esfuerzo multinacional de la onu denominado Década para la Reducción de los Desastres Naturales, cuya divisa era precisamente el desarrollo de sistemas de alerta temprana. Miguel de la Madrid, de triste memoria por su pusilánime intervención en los sismos de 1985, presidía el Consejo Especial de Alto Nivel de ese decenio.

Los huracanes Opal y Roxana se aparecieron después causando estragos en el sureste del país, y en agosto de ese año un fuerte sismo ocasionó daños en las costas de Colima y Jalisco, a donde Zedillo acudió para ofrecer a cada estado 20 millones de pesos para la reconstrucción. Éste sería el primer evento que mereció atención directa del presidente de la República por haber afectado a dos estados gobernados por partidos políticos diferentes. El significado político de la presencia del Ejecutivo habría de aparentar un trato igualitario de la Federación, cosa que fue desmentida por los hechos en el proceso de la reconstrucción las dependencias federales favorecieron más al estado gobernado por el pri.

En ese evento Zedillo estrenaría una versión primaria de estrategia inédita para enfrentar el miedo de la autoridad a la insurrección mítica prohijada por los desastres: no tratar con líderes, ni formales ni reales, sino con individuos. Los investigadores de desastres fuimos testigos de otros hechos que marcaron la presencia del Ejecutivo en los escenarios de desastres. En un albergue oficial instalado en la población jalisciense de Cihuatlán, un día antes de la llegada de Zedillo, los damnificados vieron sorprendidos cómo las despensas del albergue repentinamente crecieron hasta hacerse evidentes. Al terminar la visita de Zedillo, algunos operadores de la logística del mandatario intentaron llevarse las despensas. No lo permitieron los oficiales del ejército encargados del albergue y ahí se quedaron las despensas.

Durante 1996 no se registraron "desastres repentinos", pero la sequía que ocasionó desastres el año anterior en el norte del país exigía respuestas de las autoridades en términos de atención a las emergencias financieras. Zedillo no hizo consideración pública alguna. En 1997, el huracán Pauline volvió a sorprender a la opinión pública por su producción de muertos en Acapulco, Guerrero. La desgracia fue motivo para que Zedillo interrumpiera una gira por el extranjero para "atender" personalmente el desastre. Las áreas afectadas tuvieron la peculiar característica de ser el mundialmente conocido puerto turístico y gran cantidad de comunidades indígenas y mestizas dispersas y casi inaccesibles en las costas de Oaxaca y Guerrero. En todos esos ámbitos, el común denominador fue la competencia política que el prd hacía al pri y por ser área de influencia del movimiento guerrillero del epr. Zedillo pulió su estrategia de ofrecer atención a los damnificados a través de individuos y no considerando ninguna forma de representación o liderazgo. También dio al ejército un nuevo papel que contradecía toda norma previa desprendida de las previsiones de la Protección Civil: canalizar donaciones y administrar albergues.

La actuación personal del Ejecutivo federal cobró aquí una semejanza sustantiva con el comportamiento escénico del presidente norteamericano Bill Clinton en situaciones de desastre: una presencia que engloba el significado del alivio del poder mayor a aquéllos en desgracia. Sólo que, a diferencia de los desastres en los países desarrollados, el caso mexicano, como cualquiera en el subdesarrollo, reflejaba una problemática política extrema.

Si algo se puede extraer como conclusión parcial de la intervención de Zedillo en los desastres hasta ese momento es que ni él ni sus asesores y funcionarios responsables atinaban a entender el significado del desastre como fenómeno social y político. Y peor aun, mostraban sus limitaciones intelectuales, técnicas y de organización sobre realidades que tampoco entendían.

En septiembre de 1998, una concentración de lluvias en la sierra y costa de Chiapas volvió a mostrar que el crecimiento de las aglomeraciones humanas en el territorio nacional ha sido a costa de un paralelo nivel de vulnerabilidad social que incluye una falta de correspondencia entre éste y la necesidad de instrumentar acciones de prevención y mitigación de desastres que son obligación de la autoridad. El presidente Zedillo introdujo una calificación a las destrucciones de Chiapas: "el peor desastre en México desde el 85".

Con esa calificación, más las implicaciones ideológicas del "desastre natural" (la naturaleza tiene fuerzas imposibles de contrarrestar por el humano y se expresan de repente, sin anticipación, de manera que no hay culpables), el presidente seguía "atendiendo" las emergencias como un "héroe" porque el personaje formalmente más poderoso del país dejaba pendientes otros asuntos para ocuparse de las desgracias de algunos conciudadanos.

Respecto a las acciones desplegadas, apreciamos que los funcionarios federales y los militares recuperaron la experiencia logística del desastre del Pauline para distribuir donaciones y despensas. Aprovecharon el aparato publicitario-mediático casi espontáneo que suele construirse en los desastres para "irradiar" eficiencia en la distribución de alimentos, agua potable y otros bienes donados. En el siguiente mes de octubre, cuando el huracán Mitch afectó dramáticamente a Centroamérica, el gobierno mexicano "exportó" su logística y algunas brigadas de civiles y militares para auxiliar a las poblaciones afectadas como muestra del avance de México en desastres.

No pudo mantenerse tal desplante de logros cuando fácilmente se mostraba por sí misma la falaz presunción: en todo caso, el avance en un cierto tipo de logística de atención de desastres tenía en contrasentido una enorme cadena de omisiones en asuntos de prevención. El caso de las inundaciones de Chiapas de 1998 mostró, además, que se seguían las deficiencias y la ausencia de procedimientos para producir información sobre daños, muertos y heridos. Los desastres de Chiapas reinstalaron una forma de hacer reconstrucción fallida, simulada y peligrosa. La Secretaría de Desarrollo Social operó un programa de creación masiva de casas que se aplicó como programas de reconstrucción y los resultados se encuentran a la vista: unidades habitacionales sin servicios completos, abandonadas o construidas en las mismas áreas de riesgo.

En las inundaciones "simultáneas" y extendidas de octubre de 1999 en la Sierra Norte de Puebla, el norte de Veracruz, Hidalgo, Tabasco y Chiapas, Ernesto Zedillo volvió a bautizar los desastres como "la tragedia de la década" y mantuvo la visión del "desastre natural" con sus complicidades de impunidad. La no existencia de sistemas de alerta y la enorme deficiencia de administración de las presas, la falta de mantenimiento de las infraestructuras, más la pobreza y el crecimiento caótico de asentamientos sobre áreas de riesgo --evidente cuando recibieron un excedente de precipitació-- se convirtieron en desastres.

"¡Cállese! ¡Le exijo respeto, soy el presidente de la República! Si vuelve usted a hablar, me las paga!" Le espetó Zedillo a un damnificado por las inundaciones de 1999 en Gutiérrez Zamora, Veracruz, cuando protestaba por la repuesta gubernamental. Esas palabras se convirtieron en "joyas" de dominio público gracias a la atención de los medios de comunicación a los desastres porque reflejan muy bien las limitaciones del ex jefe del Poder Ejecutivo.

Hay que contar otras omisiones preventivas en los sismos de junio de 1999 en Puebla y Oaxaca y de septiembre de ese año que afectaran enormemente a varias poblaciones de esa última entidad. Los sismos provocaron destrozos como si el país estuviera en el siglo xv: el entendimiento de los sismos se delegó a la razón casuística de la fuerza natural y sobrenatural y como si ninguna medida de prevención y mitigación fuera conocida y reconocida.

El año 2000, despidió al ocurrente Zedillo con una inundación de aguas inmundas en el Valle de Chalco. Se reventó un canal de aguas negras que nunca recibió elemental mantenimiento ni monitoreo de sus condiciones; quizá esas omisiones fueron resultado de la canalización de los recursos públicos hacia los rescates bancarios. Políticas del señor Zedillo.

Un corolario se tiene que desprender de un sexenio que vulneró la parte organizacional de la administración pública que regula la esfera de la prevención y atención de desastres en México. Los cuatro cambios en la titularidad de la Secretaría de Gobernación --que es la dependencia reguladora del Sistema Nacional de Protección Civil-- dieron lugar a recambios de funcionarios en la extinta Subsecretaría de Protección Civil, Prevención y Readaptación Social que, en 1998, vio la creación de la Coordinación General de Protección Civil, y la Dirección General de Protección Civil tuvo seis titulares. Políticos de regular desempeño ocuparon cargos de decisión en las emergencias y de planificación de diferentes plazos sin tener la capacitación técnica y teórica. Así fue el sexenio de Zedillo y sus desastres. Y así fueron sus resultados.


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