DOMINGO Ť 4 Ť FEBRERO Ť 2001
Marco Antonio Bernal Gutiérrez
El laberinto de Chiapas
Si uno se atiene al personal político que ha designado el gobierno actual para atender el asunto de Chiapas, no tiene más que reconocer cuidado y tino en los nombramientos. Sin embargo, algo está ocurriendo que la política hacia ese estado, lejos de generar tranquilidad y confianza, se ha convertido en fuente de confusión y polémica entre partidos, grupos sociales, medios de opinión e incluso en esferas de gobierno.
El accionar político prometía más de lo que se ha visto. Se anunció el nombramiento de Luis H. Alvarez como comisionado para Chiapas y fue bien recibido; se hizo el compromiso de escoger el lenguaje de los hechos y se saludó el retiro del contingente militar del cuartel de Amador Hernández y la restitución de los predios expropiados a la comunidad, vía el gobierno del estado; se vio con buenos ojos la reacción de bienvenida al comunicado del EZLN del 2 de diciembre, donde fijó sus tres condiciones y estableció su objetivo de marchar a la ciudad de México y de entablar un diálogo directo con el Congreso, y sin embargo, hoy estamos inmersos en una batahola de declaraciones y comunicados públicos que no permiten saber qué se quiere lograr en el asunto de Chiapas y cómo hacerlo.
Todo hacía suponer que el gobierno estaba decidido a cumplir las tres condiciones que planteó el EZLN para reanudar el diálogo. Retiró cuatro de las siete posiciones militares exigidas; envió la iniciativa de la Cocopa en materia de derechos y cultura indígenas al Congreso; inició un proceso de revisión de los juicios seguidos a miembros del EZLN detenidos en Chiapas. Luego, no sabemos qué pasó: o se perdió el ritmo o se opera con una estrategia que resulta difícil de discernir en el escenario público.
Al parecer, hacen falta algunas definiciones públicas, que seguramente se tienen, pero no se han hecho explícitas. Una negociación se inicia con la definición clara de qué se piensa del otro, cómo se le percibe, y en ello va implícito lo que se pretende resolver. Hasta hoy, no sabemos cómo concibe el gobierno al EZLN, si ha refrendado la tesis de que son mexicanos inconformes, como lo establece la Ley de Concordia y Pacificación, si los concibe como un puro movimiento armado o si simplemente se le piensa como un asunto indígena chiapaneco.
De la definición que se haga del EZLN deriva el objetivo que se quiere resolver y la meta a donde se pretenda arribar. Evidentemente, se dirá que se quiere la paz, pero ésta tiene varios caminos que se van configurando en la medida en que se plantea con claridad una agenda de negociación. De tal suerte que, cada paso que aproxima al objetivo final, es resultado de la propia negociación y de los ajustes que la agenda va teniendo como producto de los acuerdos que se vayan logrando.
Esos pasos no han sido clarificados en los actuales contactos del gobierno con el EZLN. Este inició su periplo con una definición de agenda inmediata; el gobierno pareció aceptarla, pero no definió la suya. De ahí que sea prácticamente imposible pedir consenso a las distintas fuerzas políticas, cuando no se sabe alrededor de en qué se tiene que estar de acuerdo o en desacuerdo.
Ello ha llevado a que se hable mucho y a que las posiciones políticas se definan en torno a si es propio que el EZLN venga al DF, o no lo es, y a cómo debería venir, etcétera. El hecho es que viene y no se ve cómo, a nombre de qué, se puede evitar la marcha programada. En este asunto, el gobierno parece estar preso de la misma legitimidad que puso en juego cuando llamó al EZLN a negociar y a responder a su invitación de sentarse a la mesa de diálogo.
Si no se tiene claridad respecto del propósito que se persigue, tampoco se tiene respecto al porvenir que tenga la Ley de la Cocopa: el gobierno la suscribió y la envió al Congreso, pero no ha dicho qué piensa de ella, cuál es el grado de compromiso que tiene con la misma. Por lo pronto, lo que se ha visto es que de las propias filas del PAN, partido en el gobierno, han surgido las mayores críticas respecto al contenido de la iniciativa de ley.
Todo parece indicar que en el asunto de Chiapas, el gobierno actual compró escenarios a los que no le tocaba responder, y que ello ha llevado a una franca diferenciación de opiniones que esperemos sea sólo eso. Primero, porque teniendo el aval electoral del 2 de julio, no tenía por qué visualizar el conflicto de Chiapas en los términos del gobierno anterior. Segundo, la misma legitimidad hacía posible revisar el consenso, recrearlo o forjar uno nuevo, que se expresó en la Ley de Concordia y Pacificación y que hizo posible la negociación que llevó a los acuerdos de San Andrés. Consenso que se rompió de cara al proceso electoral de 1997. Tercero, porque tenía los elementos necesarios para redefinir las mediaciones que todo proceso de negociación requiere.
Hoy se le puede preguntar al ciudadano común qué piensa de que el EZ venga al DF, y seguramente no le representará ningún problema, a condición de que tenga la certeza de que el gobierno mantendrá el control de la situación. Las voces de alarma surgen en algunos empresarios, líderes políticos y medios de opinión, cuando el caso Chiapas da señales de que los conflictos no son manejados adecuadamente, cuando se pierde la certidumbre de que el gobierno sabe hacia dónde va.
Ese es el mayor riesgo, cuando no se comunica lo que el gobierno quiere. Seguramente existe voluntad para resolver de forma negociada el conflicto, pero no bastan los buenos propósitos, se requiere diseñar una estrategia, congruencia al aplicarla y una buena difusión. Finalmente, si bien la marcha del EZLN se va a dar, el Congreso definirá su postura en la discusión de la ley indígena y varios de los asuntos que hoy alarman se tendrán que desdramatizar, pero subsistirá el reto de gobernar con definiciones claras y comunicables. Eso, si efectivamente se pretende hacer un gobierno de cambio.