D0MINGO Ť 4 Ť FEBRERO Ť 2001

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Eduardo Galeano

El locutor

-Sólo tres personas han dejado mudo el estadio de Maracaná: el Papa, Frank Sinatra y yo.

Lo dijo Alcides Ghiggia, sacando pecho, y no mintió.

Poco faltaba para el fin del partido. Ghiggia se escabulló por la punta derecha y clavó el gol que hizo campeón del mundo al Uruguay. Después del pitazo final, mientras caía el sol y caía todo lo demás, el público siguió sentado en las tribunas. Un pueblo tallado en piedra, gigantesco monumento a la derrota: doscientos mil brasileños, la mayor multitud jamás reunida en un estadio de futbol, no podían moverse, ni hablar, ni creer. Muchos se quedaron hasta la medianoche, inmóviles, mudos, atónitos. Nuestro Hiroshima, tituló un diario de Río de Janeiro, al día siguiente, exagerando un poquito.

Isaías Ambrosio estaba allí. El había sido uno de los albañiles que habían construido aquel estadio, el más grande del mundo, y había recibido una entrada de regalo.

Pasó el tiempo. Isaías seguía sentándose en el mismo lugar que había ocupado, en las gradas de Maracaná. Y cada tarde trasmitía, aferrado a un micrófono, el gol de la tragedia nacional. De lunes a viernes lo trasmitía, una vez y otra y otra. Isaías repetía la jugada de Ghiggia, paso a paso, para la audiencia de una radio imaginaria, o para él, o para nadie. Llevaba medio siglo en eso, desde aquella tarde: con voz impostada, gritaba el gol, o más bien lo lloraba, y volvía a gritarlo, a llorarlo, ante el inmenso estadio vacío, como en la tarde anterior y en la tarde siguiente y en todas las tardes.