lunes Ť 5 Ť febrero Ť 2001
Carlos Fazio
šFuera máscaras!
Dice Noam Chomsky que la guerra de clases no es fácil de sintonizar. Pero está ahí, a la vista de todos. Los amos del universo y sus ideólogos a menudo presentan las realidades con una franqueza admirable. Hace unos años, cuando Francis Fukuyama decretó el fin de la historia y de las ideologías, la prensa económica especializada comenzó a hablar de una "nueva era imperial". Ese fue el titular de un artículo de James Morgan, en el Financial Times de Londres, donde describía la construcción de un "nuevo sistema global" regido por un "gobierno indirecto" en manos del Grupo de los Siete, el Banco Mundial y el GATT, que integraba a los dirigentes de países en desarrollo en la red de la nueva clase gobernante. Morgan tomó buena nota de "la hipocresía de las naciones ricas cuando exigen mercados abiertos en el Tercer Mundo al tiempo que cierran los suyos propios".
En 1996, Chomsky publicó un libro cuyo título en español es Lucha de clases. Allí cita un artículo de portada del Wall Street Journal que afirmaba que se estaba produciendo una lucha de clases entre los trabajadores y las elites que los oprimían. Chomsky aclara que no se trata de una perversión total de la realidad. Afirma que Estados Unidos posee "la comunidad empresarial con mayor conciencia de clase, de carácter muy marxista, marxista vulgar, que lleva a cabo, conscientemente, una dura lucha de clases". Señala con sorna que "leer sus publicaciones internas es lo mismo que leer panfletos maoístas". Pero advierte que los ricos no gastan millones de dólares al año en publicidad para divertirse. Lo hacen con una finalidad. Durante mucho tiempo, esa finalidad fue "contener" y "oponerse" a los derechos humanos, a la democracia, a la estructura entera del Estado de bienestar y al contrato social entonces vigente. Querían contenerlo y limitarlo. Hoy creen poder llevar a cabo una estrategia de rollback, de dominio y vuelta atrás; aspiran a regresar a una estructura social similar a la de principios del siglo xix. Una sociedad de trabajadores con salarios de esclavos y sin ningún derecho en el mercado laboral.
Chomsky suele referirse a la empresa corporativa como una forma de "tiranía privada". Su idea sobre la "tiranía empresarial" la recoge de Adam Smith, según el cual, los arquitectos más importantes de la política consolidan el poder estatal y lo utilizan en función de sus intereses. A menudo cita a Smith, quien recurría a la "máxima vil de los amos del universo: todo para nosotros y nada para los demás"; el lema oculto que guía las cumbres en Davos. Chomsky dice que en los círculos de expertos es bien conocido que una de las leyes empresariales es atacar las libertades individuales. También sostiene que la democracia es una amenaza real a la tiranía privada de las empresas, y que la propaganda empresarial surgió para minar la democracia. Para asegurar que la democracia no pudiera funcionar, se creó una industria de relaciones públicas cuyo fin es "controlar" y "adoctrinar" a la opinión pública mediante campañas publicitarias masivas.
En la actualidad, la alianza entre el Estado, las empresas y las megacorporaciones de comunicación lleva a cabo una lucha de clases contra la "vil multitud" que intenta levantar cabeza; la estrategia de rollback busca descomponer por entero el contrato social que se consiguió, gracias a la lucha popular masiva durante un siglo y medio, y que logró suavizar los extremos de la tiranía privada depredadora. Chomsky insiste que en la fase actual de "corrupción intelectual" (los intelectuales de izquierda como "comparsa del poder"), se ha de recalcar que, al igual que la democracia y los derechos humanos, las doctrinas económicas que predican los dirigentes son instrumentos de poder pensados para los demás, de manera que se les pueda robar y explotar con mayor eficacia (lo que conduce a la política del "changarrismo social" y otras argucias).
La "máxima vil de los amos" tiene un corolario en la sociedad capitalista actual: subsidios públicos, beneficios privados. O sea, el "libre mercado" y la disciplina de la mano invisible se aplica a los pobres, mientras un poderoso "Estado niñera" protege y subvenciona a los ricos, y les permite concentrar mayor riqueza. Para que el sistema funcione sin contratiempos, la masa ha de estar controlada a nivel tanto ideológico como físico, y desprovista de organización. Los "forasteros ignorantes y entrometidos" han de quedar reducidos a su categoría de espectadores (Walter Lippman dixit). Según Chomsky, la misión actual consiste en asegurar que cualquier idea de control sobre el propio destino ha de barrerse de las mentes de la vil multitud (lo que permite entender la lloradera clasista y racista de obispos, empresarios y gobernadores sobre la marcha del EZLN). Cada persona ha de ser un receptáculo aislado de propaganda, indefenso ante dos fuerzas externas y hostiles: el gobierno y el sector privado, con su derecho sacrosanto a determinar la naturaleza básica de la vida social. Además, la visión del empresariado debe estar velada: sus derechos y sus poderes dictatoriales no sólo han de ser inasequibles al desafío, sino que también han de ser invisibles, parte del "orden natural" de las cosas. En el extremo más totalitario del espectro, recuerda Chomsky, los autodenominados "conservadores" intentan distraer a la vil multitud con fanatismos patrioteros y religiosos, valores familiares y otras herramientas estándar del oficio. Se trata de barrer de la mente cualquier sentido de solidaridad y comunidad, e impedir a la plebe penetrar en el foro político, que sólo está reservado para sus mejores. De allí que discutir sobre la capucha de los zapatistas sea un simple juego de cínicos; puro diversionismo ideológico.