Lunes en la Ciencia, 5 de febrero del 2001
El abono de la actividad científica
Ciencia, técnica y democracia
Luis Benítez Bribiesca
En esta era de globalización, las diferencias entre países ricos y pobres parecen acrecentarse pese a los pronósticos y propuestas para reducirlas. Dentro de este marco, los expertos esgrimen políticas para impulsar a las economías emergentes hacia un nivel superior, sin mucho éxito. Pero un aspecto generalmente soslayado en las políticas de desarrollo es el papel que deberían desempeñar la ciencia y la tecnología en este proceso.
Aunque en los países económicamente consolidados se acepta que la ciencia y la técnica son factores centrales en su economía y destinan presupuestos cada vez más elevados para ese fin, en los países en vías de desarrollo se duda si la inversión en ese rubro pudiera ayudar al fortalecimiento económico.
Por lo general se asume que el gasto en ciencia y tecnología debería hacerse en una etapa tardía, una vez que se satisfagan las necesidades básicas de la población y que el aparato productivo esté en plena marcha. Aún en esa etapa, se piensa que habría que privilegiar únicamente a la ciencia aplicada a problemas nacionales y a la tecnología que pudiera fomentar la industria local. Este concepto, a todas luces erróneo, emana de ignorar que el desarrollo de una sociedad debe ocurrir simultáneamente en cuatro grandes reductos interdependientes: el biológico, el económico, el político y el científico-cultural; los que nunca se suceden en una progresión lineal.
Un plan razonable para el desarrollo de una nación debería incluir medidas para impulsar el progreso en forma paralela y equilibrada de los cuatro sistemas en donde los dos sectores más dinámicos son la ciencia y la tecnología, como propone Mario Bunge en su ensayo sobre Ciencia, Técnica y Desarrollo (1997). Pero los encargados de diseñar las políticas científico-tecnológicas por lo general tienen una idea muy nebulosa de lo que es la ciencia (tanto la básica como la aplicada) y la confunden con la tecnología.
Por ello es común que los presupuestos para ambas se integren en uno solo y que la proporción que finalmente se otorga a la ciencia sea muy baja. Es hacia la tecnología, la cual es naturalmente más llamativa, donde los recursos públicos y privados fluyen preferentemente. De cada 10 dólares de presupuesto para ciencia y tecnología 1 se dedica a ciencia básica, 2 a la aplicada y el resto a la innovación tecnológica. Esta asignación desigual es la consecuencia lamentable de que los planificadores de la economía no han caído en la cuenta que en la época actual existe un intercambio incesante entre la investigación básica, la aplicada, el desarrollo tecnológico y finalmente el aparato productivo y los servicios.
Mientras que la tecnología se desarrolló sin el concurso de la ciencia hasta bien entrado el siglo XVIII, ahora ésta depende ineludiblemente de los avances de la investigación científica. Al investigador de la ciencia le interesa hurgar en los misterios de la naturaleza, generar nuevo conocimiento y establecer leyes; el técnico usa parte de ese conocimiento para diseñar artefactos o cursos de acción que tengan un valor utilitario y sobre todo comercial.
Es cierto, la ciencia no aplicada por sí sola es incapaz de resolver ningún problema práctico, pero es necesaria en cuanto contribuye eficientemente a solucionar un problema de primera magnitud en los países poco desarrollados, que es el atraso cultural. Debe entenderse que la ciencia es algo más que un conjunto acumulativo de conocimiento, es ante todo una forma de pensar.
El pensamiento científico nos habitúa a los cambios de opinión, a la crítica razonable y con ello nos libera del dogmatismo y de la credulidad, venenos mortales del desarrollo social, ya que es un proceso intelectual que permite descubrir y corregir errores mediante pruebas objetivas.
Por ello, afirmaba Carl Sagan, que la ciencia puede ser el camino dorado para escapar del atraso y la pobreza que sofocan a las naciones emergentes. Limitar la inversión en la investigación científica, como ocurre en nuestros países, es una receta segura para frenar el desarrollo, pues en el mundo en que vivimos, como en el de Alicia en el País de las Maravillas, hay que correr muy rápido para mantenerse en el mismo lugar, afirmaba Milstein.
Aun más, puede afirmarse que el pensamiento científico y los valores de la democracia corren en paralelo y muchas veces son indistinguibles. No es una simple casua- lidad que la democracia y la ciencia tuvieron su origen, en la misma época y en el mismo pueblo: Grecia seis siglos antes de nuestra era. La ciencia y la democracia fomentan las opiniones diversas y el debate vigoroso. Ambas requieren del uso de la razón, de la argumentación coherente, de la demostración objetiva y de honestidad transparente. Por el contrario la tiranía y el dogmatismo encuentran su terreno fértil en la ignorancia y la sinrazón. La democracia y la política sólo germinan con el abono de la ciencia.
El autor es investigador nacional en el Hospital de Oncología-IMSS y editor de las revistas Archives of Medical Research y Gaceta Médica de México