jueves Ť 8 Ť febrero Ť 2001
Adolfo Sánchez Rebolledo
La reforma constitucional
La decisión de renovar la Constitución General de la República fue recibida con satisfacción pero también con explicable cautela. Incluso los más fervientes partidarios de la reforma saben que para hacer un trabajo serio se precisan acuerdos sustantivos, verdaderos consensos nacionales más allá de la simple aritmética parlamentaria y la voluntad presidencial. La Constitución es un ordenamiento jurídico que establece normas y reglas, pero también expresa y recoge los valores fundamentales de la sociedad, los fines que ésta se propone alcanzar asumiendo su diversidad originaria.
Justamente por eso, la Constitución no es cualquier ley. Para decirlo con otras palabras: la primera tarea de los legisladores consistirá en identificar, si es que existen, los puntos de acuerdo que eventualmente puedan conducirnos a un nuevo pacto social, pues de eso se trata, justamente.
Si bien se descarta un nuevo constituyente que comience desde cero la obra constitucional de la democracia, como algunos soñaron en tiempos recientes, lo cierto es que hay de reformas a reformas. Si el legislador va hasta el fondo con la encomienda presidencial de proseguir la reforma del Estado, entonces tendremos, de hecho, una nueva Constitución política, pues no solamente se intentarían superar los graves problemas hermenéuticos del texto vigente, sino de concebir un nuevo orden jurídico que responda mejor a los cambios extraordinarios que han ocurrido en la sociedad.
Algunos estudiosos piensan que la modernización de la Constitución debería comenzar excluyendo del articulado toda referencia programática, dejando en el texto definitivo solamente la parte de garantías y el diseño institucional del Estado, siguiendo el ejemplo de otras constituciones; pero un cambio semejante, si fuera realmente posible en el contexto mexicano, no sería entonces una renovación progresiva sino, de hecho, la sustitución completa de la Carta de 1917.
La reforma tiene que ser, ciertamente, un ejercicio de racionalización que ponga orden en el fárrago causado por los centenares de adiciones que, en muchos casos, respondieron sólo al interés de sus autores, en perjuicio obvio de la eficacia y claridad de toda la Carta. Pero la reforma integral debe ir más lejos, sin cancelar aquellos contenidos sociales y libertarios que distinguen a nuestro constitucionalismo en su larga evolución histórica. Y en este punto no cabe la ingenuidad de suponer que se trata de asuntos concernientes a la técnica jurídica o temas superados por la construcción de la democracia. Todo lo contrario, decidir qué cambiar y para qué es la materia del debate en ciernes.
Desde luego, no será un mero trámite "modernizador" definir cuál es el lugar que han de ocupar en la Constitución reformada los temas incluidos en los artículos 3Ɔ, 123 y 27 constitucionales por citar sólo esos, cuya existencia cuestiona la derecha mexicana prácticamente desde 1917. Es previsible, por ejemplo, que la actual definición de la libertad religiosa, una cuestión candente que viene del pasado, sea asumida como la oportunidad para poner en un predicamento el carácter laico que el Presidente promete salvaguardar. Por eso es tan importante que él y todas las fuerzas sociales y políticas nos digan qué clase de principios subyacen bajo sus pretensiones constitucionalistas.
El primer mandatario adelantó puntos reformables y otros, por así decir, incuestionables. Se pronunció a favor del juicio político para el Presidente de la República en caso de que cometa faltas graves a la Constitución; aceptó la ratificación de los secretarios de despacho por el Congreso; pidió ampliar la capacidad de fiscalización del Poder Legislativo sobre los demás poderes y las entidades paraestatales, la autonomía para las etnias del país y mencionó asuntos candentes como la reelección del Legislativo. Pero no dijo nada nuevo sobre la forma de gobierno y la naturaleza del régimen que habrá de sustituir --o no-- al viejo presidencialismo, considerando la posibilidad, por ejemplo, de avanzar hacia un régimen semiparlamentario que permita generar nuevas condiciones de gobernabilidad y estabilidad para la política y la vida social mexicanas.
En fin, la reforma constitucional no será sentarse a coser y cantar, habida cuenta que bajo la superficie de la uniformidad democrática laten las diferencias propias de un país heterogéneo y desigual que no tiene a la vista un proyecto de nación compartible. Y eso es lo más preocupante. La tentación de pasar bajo la alfombra del mercado y la democracia electoral los grandes problemas sociales es un autoengaño que puede convertirse en grave retroceso. Fox hizo una declaración de intenciones que no está mal, pues manifestó que quiere ir a la raíz sin romper las raíces, pero aún no ha hecho explícito el proyecto de país que desea ver reflejado en la Constitución reformada.