JUEVES Ť 8 Ť FEBRERO Ť 2001

Antonio Ortiz Herrera

Art Club 2000: cuando la serpiente se come a sí misma

Ser adolescente ahora ya no es sólo el periodo de la vida más conflictivo e impregnado de adrenalina. Es, también, el transformarse en el objetivo principal de un gigantesco mercado global semejante a una Hidra de diez mil cabezas que, para algunos, ha cobrado incluso vida propia. Enfrentarse a un monstruo así no es cosa fácil, en el intento incluso se puede terminar siendo una cabeza más. La excelente y extraña exposición del Art Club 2000 en el Museo de Arte Contemporáneo Carrillo Gil nos mueve a ésta y otras reflexiones en torno del consumo, el arte contemporáneo y el ser adolescente.

El Art Club 2000, formado por Patterson Beckwith, Gillian Haratani, Daniel McDonald, Shannon Pultz, Will Rollins y Craig Wadlin, se planteó desde sus orígenes, en 1992, no sólo proponer ''algo" radical en las artes contemporáneas, sino también convertirse en los portavoces de la generación X atacando al ''sistema" desde dentro del sistema mismo. Ahora bien, una de las grandes lecciones de la década de los años noventa es precisamente la imposibilidad de alterar un sistema dado desde su interior.

Si bien la conceptualización de las obras del Art Club 2000 (fotografías, videos, murales e instalaciones), ahora expuestas en el Carrillo Gil resulta ser congruente con los postulados originales de este grupo, lo cierto es que en algunas ocasiones su resultado, la obra en sí, dista de ello. Así, en una contracampaña para la marca de ropa GAP, este grupo de artistas se autorretrató portando atuendos de esa marca (ya sea en Times Square como un grupo de chavos grunge, en un lujoso departamento como yupis o desnudos y apenas cubiertos por las sábanas de una gran cama), produciendo una formidable serie de fotografías que, aunque finalmente vienen a reforzar la idea del uso de esta marca o de cualquier otra, nos muestran esa necesidad tribal del individuo contemporáneo de portar distintivos, siendo la ropa uno de ellos, a manera de códigos de identificación entre unos y otros.

Aunado a lo anterior, algo que resulta peculiar de estas fotografías, al igual del resto que conforman la muestra (disfrazados de animales, hard-rockeros, góticos, empleados de Sears, etcétera), es su distanciamiento de la fotografía publicitaria de modas debido al interesante juego con el espectador, al atribuirles éste un sinnúmero de significantes semióticos a cada una de las posturas y ademanes que adoptan los artistas en cada una de ellas; porque, finalmente, son los artistas en sí el objeto de estas fotografías tomadas por ellos mismos. Además, claro está, de encontrase impregnadas de un fuerte ''olor a adolescencia", cómo diría Nirvana.

Mas es la instalación La noche del autor muerto-viviente, junto con los restos de una mampara rota en medio de una de las salas, lo que viene a darle esa extraña alegoría (la serpiente engullida por sí misma) a esta exposición. En la instalación, un férreo grupo de policías resguardan un anuncio luminoso por el que transcurren los diversos postulados teóricos del Art Club 2000, en relación con el concepto de ''autoría" como método de validación de las obras artísticas por el mercado voraz del arte. Y es que es así como funciona la cultura en nuestros días, por más contestatario o crítico que sea un determinado artista, mientras utilice las estructuras institucionales (museos, galerías, etcétera) tanto para la creación cómo para la difusión de sus obras, siempre terminará siendo él y sus obras parte de aquello contra lo que estaba. La mampara rota es ejemplo de ello: tal vez no sea una obra de este grupo de artistas (no tiene ficha técnica), pero obviamente forma parte de la exposición y, al estar dentro del museo, ''automáticamente" adquiere un valor ''artístico" en el medio cultural y otro monetario dentro del mercado.

El domingo que visité esta exposición me encontré con un amplio número de visitantes, adolescentes la mayoría de ellos e incluso ''tribalizados", encontrando su reflejo en las obras expuestas, viéndolas y automáticamente comprendiéndolas. Pienso en la labor que durante estos dos últimos años realizó Osvaldo Sánchez al frente del Carrillo Gil, a pesar de las fuertes críticas provenientes de los más oscuros y conservadores rincones de nuestro medio cultural, que ha comenzado a rendir frutos: ha formado un numeroso público, fundamentalmente joven, que a través de las diversas exposiciones presentadas ha comenzado a aprender a ver más allá de las formas y los colores: la portentosa majestuosidad e importancia del arte contemporáneo en nuestro medio social.