CHIAPAS: PRUEBAS DE LA GUERRA SUCIA
El
reciente descubrimiento de un cementerio clandestino en el municipio chiapaneco
de Tila, en donde el sexenio pasado, en el contexto de la política
federal y estatal contra las comunidades zapatistas, ocurrieron al menos
12 desapariciones forzosas, y en donde opera el grupo paramilitar de filiación
priísta Paz y Justicia, coloca a la nación ante un sólido
e indignante indicio de la política de contrainsurgencia y la guerra
sucia emprendidas por los gobiernos de Ernesto Zedillo y Roberto Albores
en Chiapas, por más que uno y otro se empeñaron, en su momento,
en negar que tales estrategias estaban siendo aplicadas.
Los hallazgos de restos humanos con huellas de tortura,
las matanzas contra comunidades, las inhumaciones clandestinas, el accionar
de guardias blancas y escuadrones de la muerte, así como la práctica
represiva de desaparecer opositores políticos o simpatizantes de
fuerzas opositoras, son datos que inevitablemente remiten a las épocas
más atroces de las dictaduras que proliferaron en América
del Sur y a las guerras oligárquicas impuestas por los gobiernos
de Guatemala y El Salvador contra sus propios pueblos. Hasta el fin del
priato, el gobierno mexicano rechazó que en Chiapas estuvieran ocurriendo
hechos similares y gastó cuantiosos recursos en propaganda orientada
a forjar una imagen de tolerancia, respeto a la legalidad y observancia
de los derechos humanos: durante casi todo el sexenio zedillista, por ejemplo,
se negó insistentemente la existencia de grupos paramilitares semejantes
a las tristemente célebres Patrullas de Autodefensa Civil, centroamericanas
y andinas, y en su momento se buscó distorsionar la información
sobre la matanza perpetrada en Acteal para presentarla como consecuencia
de un "conflicto intercomunitario".
Pero Acteal, hace cuatro años, ahora el descubrimiento
en Tila de los restos que al parecer corresponden a simpatizantes zapatistas,
e incluso la existencia, hasta hoy, de presos políticos son hechos
que muestran --entre otros-- el desarrollo, en Chiapas, de una guerra sucia,
de estrategias gubernamentales de contrainsurgencia y de operación
de un conflicto de baja intensidad, estrategias que pasan, necesariamente,
por el masivo atropello de los derechos humanos, la degradación
de los tejidos sociales y el quebrantamiento planificado y regular del
estado de derecho.
Resulta obligado --aunque doloroso y exasperante-- cobrar
plena conciencia de que en una porción del territorio nacional,
en los albores del tercer milenio, se ha puesto en práctica una
política represiva característica de los regímenes
más atroces y autoritarios.
Ciertamente, los gobiernos federal y estatal actuales
han ofrecido muestras plausibles de deslinde con respecto a esa estrategia
criminal y han emprendido acciones orientadas a resolver el conflicto en
el terreno de la realidad, y no en el de la publicidad, como se pretendió
durante el sexenio anterior. Ayer mismo, la encargada presidencial de Desarrollo
de los Pueblos Indígenas, Xóchitl Gálvez, exhortó
a abandonar las posturas racistas e ignorantes de quienes se oponen al
próximo viaje a la capital de la República de una representación
de los indígenas rebeldes; también ayer, el gobierno chiapaneco
puso en libertad a otros tres simpatizantes zapatistas que permanecían
encarcelados.
Pero, además de consolidar las actuales circunstancias
propicias a la pacificación y al establecimiento de un entorno legal,
político y económico de pleno respeto a los pueblos indígenas,
se requiere investigar a fondo el comportamiento de las autoridades federales
y locales en Chiapas durante el pasado inmediato y castigar conforme a
derecho los crímenes perpetrados en esa entidad desde los poderes
públicos; sólo de esa manera podrá garantizarse que
las instituciones nacionales no vuelvan a involucrarse en una guerra sucia
nunca más.
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