viernes Ť 9 Ť febrero Ť 2001
Horacio Labastida
ƑNueva Constitución?
Hasta ahora hemos constituido cuatro Estados federales y dos centralistas; y como estos últimos fueron producto del bonapartismo perverso de Antonio López de Santa Anna, según lo destacó en su tiempo Carlos María de Bustamante, sólo evaluaremos brevemente los principios sintetizados por el constituyente en el código de 1917. Un capítulo central de la visión constitucionalista es el relativo a la concepción del Estado como república democrática, representativa, soberana, dividida en el ejercicio del poder y acogedora de las garantías individuales. Y el otro capítulo de máxima trascendencia abarca las relaciones de la nación con la riqueza y la distribución de ésta entre la propia nación, los trabajadores rurales y citadinos, y la empresa particular. La Constitución reconoce plenamente el derecho eminente o directo de la nación sobre la totalidad de los recursos materiales del país, y admite que este patrimonio nacional se otorgue en propiedad social e individual, sujetando la última a los intereses generales. Tal doctrina es la expresada en los artículos 27 y 123 de dicho código, tal y como fueron aprobados originalmente.
La idea constitucional del pueblo mexicano fue resultado de las tremendas luchas que emprendió desde la Independencia para asegurar su liberación. En México se anhela, de acuerdo con Madero, una democracia de sufragio efectivo, no falsificado ni por el clientelismo presidencialista ni por la mercadotecnia que se desplegó en las elecciones del pasado 2 de julio. Es decir, sufragio efectivo connota libre voluntad del ciudadano moralmente protegido de influencias materiales y oportunistas. El ciudadano que contempló Madero en 1910 y el ciudadano del constituyente queretano fueron uno y otro la representación de un ciudadano dueño de su conciencia ética y ajeno a provocaciones heterónomas. Esta es la república democrática demandada por el pueblo, pero unida a la justicia social, o sea a una distribución equitativa de los bienes materiales y culturales entre los individuos, sin excepción alguna. Y cómo dar vialidad histórica a estas tesis políticas, se preguntó el constituyente queretano. La respuesta es clara. El Estado asumiría la responsabilidad de crear las condiciones requeridas por el simétrico crecimiento de riqueza y desarrollo de la sociedad, poniendo en juego para esto los bienes públicos que administraría en nombre de la nación; y con base en este tesoro público como garantía del progreso, el propio Estado procuraría armonizar con la nacional, la explotación de la propiedad social y de la propiedad privada, a fin de cimentar la libertad política en la justicia exigida desde la insurgencia de Hidalgo y Morelos.
Obvio es que la Constitución de 1917 satisface las demandas sustantivas del pueblo: república democrática fundada en el sufragio efectivo, soberana, no confesional, división de poderes, respetuosa de las garantías individuales y responsable de un desenvolvimiento encauzado por el Estado hacia el bien común. Y entonces salta la terrible pregunta, Ƒpor qué ha sido incumplido el mandamiento supremo? Ahora lo sabemos bien. El poder económico local y extranjero se identificó más y más con la autoridad en manos de los titulares del aparato gubernamental, en la medida en que ese poder económico se configuraba al interior del país como reflejo de la economía metropolitana y multinacional, que en lo político maneja Washington dentro del área latinoamericana, determinando así que el gobierno del Estado mexicano venga operando de manera que el producto social beneficie a las elites y no a las mayorías, al acatar la dependencia que genera el entrelazamiento dominante-dominado. En consecuencia, el verdadero problema que nos afecta no es la ausencia de un marco constitucional excelente, sino la dependencia del exterior en que nos ha colocado un presidencialismo autoritario subordinado a la economía mundial y sus personeros políticos.
Las conclusiones están a la vista. Los males de México son acunados en las distorsiones materiales y también culturales que ha gestado nuestra extensa y profunda supeditación a los núcleos trasnacionales, acentuadas por el globalismo neoliberal en que hoy estamos inmersos. Y esto obliga a considerar que el remedio de esos males no es sancionar una nueva Constitución. La actual es magnífica si se decide declarar la nulidad de las reformas hechas por la legislación ordinaria en contra de estipulaciones sustantivas que aprobó el Congreso constituyente; y por tanto lo que debe preocuparnos es hallar las llaves maestras purgantes de las sumisiones que impiden la plena vigencia del Estado de derecho.