SABADO Ť 10 Ť FEBRERO Ť 2001

Ť Iván Ríos Gascón

Juan García Ponce: la imaginación de lo sublime

Sade advirtió que ''nada contiene al libertinaje. La verdadera manera de extender y multiplicar sus deseos es querer imponerle límites" y quizá es por ello que los personajes de Juan García Ponce son paradigmas de la transgresión y el frenesí. Tal vez por eso las mujeres que habitan en sus libros son figuras que allanan el orden y sus gris monotonía, en la perversidad: la prosa de García Ponce siempre se funde en las emociones verticales. En la secreta fantasía de una muerte postergada y el eco de una voz sublime entre las piernas.

Mariana y María Inés, sutil desdoblamiento de los furores uterinos que en Crónica de la intervención transfiguran el método del arte en ejercicio táctil de sinuosas coordenadas. Cecilia o el placer inacabado, mujer esquiva que revoca la eternidad en la renuncia de sus amores y deseos (''Tajimara").

Amelia o el abandono, sombra sacrificial por el hastío erótico y onírico ("Amelia") y más allá el vértigo de Alma o la rotativa emoción de la inocencia y el ardor de El gato, son sólo un puñado de las divinidades que el maestro García Ponce ha pintado con agudeza para explorar la complejidad del ser y su heroísmo: para el autor de Inmaculada -como para Sade, Bataille, Mandiargues, Klossowski o Joyce-, la contemplación es un acto del que mana la inspiración y el genio. La posibilidad para borrar el cosmos y erigir el caos, diría Jorge Luis Borges, porque al fin y al cabo la tarea de la escritura consiste en descifrar los signos paralelos entre el sueño y la vigilia.

Pero acaso, el don supremo de García Ponce sea la intensa reflexión de la vida y sus demonios. Y en la epopeya rigurosŤjuan-garcia-ponceamente intelectual, el asombro antecede a la ironía, la irreverencia se traspone al horror y la crueldad, y lo invisible se esclarece a través del velo metafórico del cuerpo:

''El espíritu no es nada; mejor dicho, es la nada. Pero el mundo tampoco es nada más que una falsa apariencia", observó en su magnífico ensayo La erranca sin fin: Borge, Musil, Klossowski, esa obra que traduce el lenguaje individual en la obsesión de tres autores disímbolos, lejanos, pero unidos por el periplo recurrente de la metamorfosis y su extrañamiento.

Aquel dilema es inherente a las preocupaciones básicas de García Ponce, pues si Maurice Blanchot -uno de sus mentores más conspicuos- señaló: ''El ser no buscar ser reconocido, sino ser impugnado: para existir, hacia el otro que lo impugna y en ocasiones lo niega, a fin de que no comience a ser sino en esta privación que lo vuelve consciente (ahí está el origen de su conciencia) de la imposibilidad de ser él mismo, de insistir como ipse o, si se quiere, como individuo separado: así quizás existiría, probándose como exterioridad siempre previa o como existencia de parte a parte manifestada, no componiéndose más que como si se descompusiera constante, violenta y silenciosamente" (La comunidad inconfesable), en sus relatos y novelas, García Ponce pone esta convicción en movimiento, desde la mirada de un cadejo de criaturas que se impugnan y deforman, imbuidos en la asfixia o la estrechez de un espacio egoísta, a ratos desdibujado.

''Estamos siempre atentos tan sólo a los grandes sucesos y así no advertimos cómo se desarrollan nuestras vidas ni mucho menos la naturaleza de nuestras pasiones más secretas; por eso, cuando éstas se hacen evidentes y nos arrollan, la sorpresa es mucho mayor y sólo más adelante podemos descubrir que la crisis venía engendrándose desde años atrás y sus síntomas eran muy claros" escribió en ''La noche", esa historia de degradaciones progresivas donde el personaje, injertado en un voyeur, contempla la destrucción de una pareja y su mundo circundante, y al releer este neblinoso cuento es casi imposible resistirse a emparentar esas certezas, con el silogismo que Javier Marías anotó en Negra espalda del tiempo: ''Es muy difícil cambiar los destinos una vez que han empezado, si no se sabe que son destinos".

La obra de Juan García Ponce condensa el absoluto existencial de la distancia, los encuentros y los desencuentros amorosos. La vida y la muerte hecha combate en un abrazo, cuya más alta inmolación es la desgarradura del cuerpo femenino. El orgasmo y sus despojos cristalizan la duermevela donde el tiempo, invariablemente, se detiene en la página de unos pechos, unas nalgas o un ombligo, matizados por la irrealidad de una presencia que nunca puede conservarse.

''Las mujeres toman siempre la forma del sueño que las contiene", escribió otro San Juan de las letras mexicanas, Juan José Arreola, y tal vez esas palabras podrían circunscribir la bitácora fundamental en la obra de García Ponce: cuando la pasión se desvanece, sólo queda la imagen primera. Una imagen que abjura de la nostalgia. Una ilusión, quizá un reflejo: amar a una mujer significa preservar sus dulces arrebatos. Armarla es deletrear siempre su piel, como un rito de adoración, de sublimidad perpetua.

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