domingo Ť 11 Ť febrero Ť 2001
Guillermo Almeyra
Las dos violencias
Parece mentira, a esta altura de la historia de la civilización y después de la terrible experiencia del estalinismo con sus asesinatos de opositores y sus manicomios criminales para los disidentes, tener que discutir el papel de la violencia en la lucha política. Sin embargo, ahí están todavía los epígonos de ETA, Sendero Luminoso o quienes, como argumento básico, apalean, desnudan y secuestran profesores universitarios.
Conviene aclarar que no hay una violencia en abstracto ni mucho menos una graduación de la misma. Las bombas o pistoletazos de los anarquistas de principios del siglo pasado contra conocidos verdugos, el intento de asesinato de Hitler por un grupo de militares aristócratas alemanes, el de Pinochet por el Frente Manuel Rodríguez, o los atentados contra el ejército nazi por parte de los guerrilleros europeos, son indudablemente delitos políticos, pero se justifican moralmente, tienen una base ética y se inscriben en lo que los Padres de la Iglesia católica calificaban como "derecho de resistencia a la opresión". Desnudar, apalear y humillar a un enemigo político (aunque éste pudiera ser cómplice de hechos similares que utilizaron la fuerza represiva estatal) son, en cambio, acciones fascistas, inaceptables desde el punto de vista ético, contrarias a los fines que proclaman sus autores.
Matar al delfín de Franco, el almirante Carrero Blanco, no es lo mismo que poner una bomba contra quienes compran en un supermercado catalán o asesinar a un concejal de un partido que reprime el nacionalismo vasco. Además de un crimen, lo último es un grave error político. La violencia fascista o la teoría estalinista de que el fin justifica los medios aplicadas por seudoizquierdistas sólo sirven para alejar la conquista del fin, ya que convierten a los represores en víctimas de la represión y en mártires de la democracia, adoptan los métodos de aquéllos y por lo tanto los legitiman.
Esos métodos refuerzan la convicción en la cabeza de los oprimidos de que el "Orden" sólo puede ser defendido por la policía y de que el país (y, por consiguiente, también las universidades) debe funcionar como un cuartel, bajo la vigilancia de quienes ejercen la dominación. Estos, entonces, como resultado de la violencia ultra, contarán con consenso popular para reprimir autonomías, impedir manifestaciones y derechos constitucionales e imponer fácilmente sus posiciones, incluso realizando congresos ganados ya de antemano. La ignorancia, la desesperación de sectores marginales que sólo ven una salida a su rabia en la violencia sin principios ni justificación, llevan agua al molino de los que emplearon y emplean la violencia de modo más "legal".
No es necesario, pues, ver en las acciones de los aventureros ciegos complots organizados por las policías políticas ni actos propios de primates: tienen una explicación sociológica y económica en la existencia de grupos marginales; hay una explicación política en la traición de los mentores e intelectuales; hay una clara falta de perspectivas que asusta a muchos jóvenes, les hace buscar seguridad y certezas en el dogmatismo y la fuerza bruta, les obliga a mirar hacia el pasado para revivirlo en lugar de observar el presente y sus oportunidades, para cambiarlo y encontrar un futuro digno del ser humano, separado de su naturalidad de antropoide.
En esta relación de fuerzas desfavorable para la izquierda, en esta coyuntura donde el capital presenta su "pensamiento único" y en la que no aparece, ante la inmensa mayoría de la humanidad, ninguna alternativa viable, la única violencia que hoy daña al capital financiero y a sus agentes es la de las ideas. En vez de palos es mejor discutir con los pasivos, con los indecisos, con los convencidos a medias por el sistema, la política y las contradicciones de éste.
Ante el cambio que se ha producido en el mundo y en cada país habría que discutir cómo y sobre cuáles bases éticas y constitucionales se podría reorganizar la vida social en cada país, cómo imponer normas éticas y recuperar la acción política, cómo restructurar la enseñanza y el Estado. La batalla con las autoridades reaccionarias debe darse, ahora, en las cabezas de las mayorías que buscan soluciones conservadoras a problemas reales que podrían tener otro tipo de salidas. Si en México 300 mil personas salieron el 6 de febrero de 2000 a protestar por la invasión policial a la UNAM, el encarcelamiento de activistas estudiantiles, la violencia ilegal contra ellos y contra la autonomía universitaria, un puñado de desviados no puede pretender expropiar ese sentimiento colectivo, decir que apoyó sus locuras y reditar en pequeño los métodos fascistas que el pueblo condenó, ni ETA puede tampoco utilizar los mismos métodos que el terrorismo de Estado organizado por Felipe González.