DOMINGO Ť 11 Ť FEBRERO Ť 2001

MAR DE HISTORIAS

El cenicero y las cenizas

Ť Cristina Pacheco Ť

Estela y Catalina saben que aún falta lo peor de los días terribles que han vivido: los minutos que permanecerán solas, en la casa semidesierta, antes de que vuelva Efrén.

Las hermanas ocupan los extremos de la mesa. Sentadas una frente a la otra parecen dos actrices en espera de que se levante el telón. Estela deplora en secreto que las paredes ya estén desnudas. Si hubiera quedado al menos un retrato o un cuadro, ella tendría una justificación para desviar la mirada y decir algo alusivo que rompiera el silencio. Le pesa, y más porque sabe que lo lamentará después, todo el tiempo que debe transcurrir antes de que ellas vuelvan a reunirse.

Le intriga saber cuándo y en qué circunstancias será. Duda si preguntárselo a su hermana. Sea cual fuere su respuesta Catalina tendrá que aludir a su condición de viuda sin hijos. Estela recuerda a los suyos y siente ansia por abrazarlos. Cuando pasa demasiado tiempo sin que los visiten -Tomás estudia en Mazatlán y Teresa hace prácticas de campo en una zona arqueológica- Julio, su padre, les recuerda su obligación de frecuentar a su madre cuando él muera. "ƑQuién te asegura que no serás tú el que enviude primero?", le pregunta Estela. En la respuesta de su esposo aparecen las estadísticas: "Está comprobado que las mujeres viven más".

A partir de ahora ya no podrá rebatir a Julio con tanta facilidad como antes. El la desarmará diciéndole: "Allí tienes el caso de tu hermana: viuda a los sesenta años." Estela vuelve a sonreír. La frase imaginada la lleva a recordar que cuando niñas, ella y Catalina se marcaban líneas en la frente y en las comisuras de los labios para adelantarse a como serían "de viejitas". Cierra los ojos: ahora pretende acordarse de cómo eran de niñas. No lo consigue. La angustia rompe su resistencia y la libera del silencio:

-ƑTienes que irte?

En la habitación semivacía la pregunta suena como un grito. Catalina se estremece y reflexiona antes de responder:

-Sí.

-ƑEstás segura?

Catalina intenta contestar pero no puede. La asfixian las razones para abandonar la casa donde vivió cuarenta años con Eduardo. Supo que le resultaría intolerable habitarla sola desde que volvió del cementerio. En aquel preciso momento le anunció a su cuñado Julio su decisión de vender la pequeña propiedad. A Estela le pidió que eligiera los muebles de su agrado. Enviaría el resto al asilo de San Camilito.

-ƑY tú, dónde piensas vivir?

-En cualquier parte, menos aquí.

El tono en que Catalina manifestó su decisión impidió que su hermana y su cuñado le hicieran más preguntas. Sin embargo, antes de despedirse, le insistieron en que se fuera a vivir con ellos. Ella negó con la cabeza y los acompañó a la puerta. En cuanto se halló sola se quitó los zapatos y los miró: tenían polvo del cementerio. Los abrazó, se aferró a ellos como si fueran los únicos objetos capaces de impedir su desplome. Luego los arrojó con furia. Abominó la enfermedad y maldijo a Eduardo por haberla dejado sola. Después se arrepintió, corrió a buscar los zapatos. Con ellos entre los brazos se tendió en la cama y pensó: "Es mi primera noche de viuda".

II

Eso la llevó a recordar la mañana en que ella y Eduardo amanecieron juntos por vez primera. La sensación fue maravillosa pero se prolongó sólo unos minutos. Sonó el despertador y Eduardo se levantó de prisa para no llegar tarde a los laboratorios. Ella intentó convencerlo de permanecer a su lado. El la rechazó con dulzura: "Me encantaría, pero no puedo. Si pierdo el trabajo ahora..." La besó, le acarició el cabello, los hombros desnudos, el vientre: "Además, piensa que tenemos toda la vida por delante para estar juntos".

Catalina sintió sobre su pecho el peso de los zapatos y los acarició mientras decía: "Cuarenta años son una vida, pero no toda." No pudo resistir más el cansancio y se durmió.

A la mañana siguiente llamó a su hermana. Le urgía que fuera a elegir los muebles. Estela lo hizo después de disculparse mil veces, como si fuera a cometer un despojo. Catalina intentó liberarla de su agobio:

-Al contrario. Me haces un favor. Me tranquiliza pensar que tú, la persona que más quiero en la vida, conservarás mis muebles. Puedes llevarte todo lo que quieras, menos una cosa. Catalina alargó la mano y tomó un cenicero de cristal azul que estaba en el centro de la mesa que ahora ocupan. Estela no pudo ocultar su asombro:

-ƑEso es todo lo que piensas conservar?

Antes de que su hermana pudiera hacerle más preguntas, Catalina huyó con el objeto entre las ropas.

III

Estela se mira las manos enlazadas y después, con discreción, consulta su reloj. Comprende que su disimulo fue inútil porque oye a Catalina:

-Estamos a tiempo. El avión sale dentro de dos horas.

-ƑTienes tu boleto? -pregunta Estela, temerosa de que su hermana interprete su pregunta como urgencia por despedirse.

Catalina mete la mano en la bolsa para buscar el documento y se estremece. Saca el cenicero de cristal azul y lo asienta en la mesa. Al cabo de unos segundos lo empuja con la punta de los dedos hasta el sitio donde cae un rayo de luz. Sonríe.

-Se ve precioso, Ƒno crees?

Estela se echa hacia delante y acaricia el cenicero sin dejar de ver a su hermana:

-ƑPor qué sólo esto?

Catalina levanta los hombros y sigue contemplando el objeto. Estela comprende que es inútil insistir y se resigna a pasar en silencio los pocos minutos que le quedan junto a su hermana. Se reprocha estar pensando en la separación como si fuera a ser eterna y se apresura a vencer un temor supersticioso:

-ƑTe acordarás de mandarme tu dirección?

-Sí, claro -responde Catalina de manera automática.

-ƑSerá pronto, verdad? -insiste Estela con dulzura.

-Pronto, pronto...

-Comprende, necesito conocer tu casa para imaginarme...

Estela se interrumpe al ver que su hermana atrae hacia sí el cenicero y recorre su borde circular como si estuviese realizando un exorcismo:

-Los hombres no saben enfermarse. Eduardo, al menos, le tenía pánico hasta a una gripa. Y ya ves... -Catalina suspira y sigue mirando el cenicero: -Lo compramos un sábado en que fuimos a Carretones. Yo hubiera preferido uno blanco pero él se entercó en que fuera azul.

Estela se levanta y ocupa la silla junto a su hermana. Duda antes de tomarle la mano. A través del contacto quiere darle fuerzas a Catalina para que siga hablando y se descargue al menos de un recuerdo.

-Discutimos por esa estupidez. Ahora me da gusto porque gracias a eso me contó que cuando cumplió siete años, su madrina le regaló un globo azul muy brillante. Lo que siempre sucede: se le escapó y nadie pudo consolarlo. Cuando vio el cenicero pensó que, en cierta forma, recuperaba su juguete-. Catalina se vuelve hacia su hermana: -Si hubiéramos tenido hijos me costaría menos trabajo imaginarme a Eduardo de niño. ƑCómo habrá sido?

Estela trata de ignorar el motor del automóvil estacionándose en la puerta y deja que Catalina siga hablando:

-La noche antes de irse al hospital, Eduardo quiso fumarse un cigarro. Lo tenía prohibido pero no me atreví a impedírselo. Estuvo un buen rato jugando con las cenizas, tal vez imaginándose que era su pelota-. Catalina escucha el golpe de la puerta. Toma el cenicero y lo contempla: -Jamás pensé que esto llegaría a significar tanto para mí. No llores: son cosas de la vida.