Jornada Semanal, 11 de febrero del 2001



 
 
 
 

ANTESALA




Salve, Rock&Roll: los que van a morir te saludan. Ya no tienen fuerzas para hacerlo. Pero deben intentarlo. Tocar entre las mesas, en los restaurantes de la Zona Rosa. Con guitarras acústicas. Unplugged a güevo. The Rolling Stones y Led Zeppelin no suenan bien si no es a todo decibel. Y pasar luego el sombrero. No es fácil tener dinero para comprar dos litros de vodka cada día. Un toque, como sea, va y viene. Pero una grapa… Antes, mucho antes, les regalaban piedras completas. Es lo curioso de las adicciones. Cuando pasan a ocupar el centro de nuestro ser, el tiempo se detiene. Uno olvida en qué día, mes o año vive. Todos los días hay que trabajar duro para obtener la ración mínima. Que siempre es exagerada y de pésima calidad. Mínimo un litro y medio. Para cada uno. Al despertar. Antes de cualquier otra cosa. Un tocador. Un perico. Un buche. Hay mínimos dentro de los mínimos. Hay un mínimo para levantarse. Uno para desayunar. Uno para hacer panza. Un aperitivo. Algo para bajar la comida. Y luego, para el desempance. El dormilón. Antes, podían levantarse tarde y acostarse temprano: seis, siete de la mañana. Había dinero. Las familias no se habían cansado de esperar que el grupo de rock fuera hacia alguna parte. Eran buenos músicos. Tocaban juntos desde pequeños. Sólo tres. ¿Recuerdan Three Dogs Night? El problema, si es que había algún problema, es que eran excelentes intérpretes. Pero no se preocupaban demasiado por ser originales. Tocaban como… los Rolling, Led Zeppelin, Kinks, etecé. Un sonido grueso, pesado. Todo el volumen. Hacían magníficas versiones. El auditorio, el bar, la fiesta, la tocada, el Respetable los oía en vivo y se enchinaban los pelos. La audiencia iba subiendo de tono, entrando a la música mientras ingerían, inhalaban, se inyectaban alguna sustancia, algún líquido, varias pastillas. Y en tanto los músicos exudaban las sustancias que habían consumido a lo largo del día, el público iba saturándose más y más de los mismos estupefacientes. De pronto nadie oía. Algunos coreaban la canción a su manera; otros gritaban sin sentido. Había fans para cada uno de los miembros del grupo. Y estos fans, que los siguieron durante un buen tiempo adonde quiera que tocaran, ¿los mimaron demasiado, los echaron a perder? Quizá les pasó lo que a los boxeadores mexicanos que llegan a ser campeones del mundo. Sólo que a una escala mucho menor. R., G. y D. se conformaron pronto con ser el mejor grupo de Satélite, con tocar seis meses en el bar de un hotel de lujo en la ciudad de P. Con ser amigos de tiras célebres o el favorito, por un rato, de algún junior intocable. // Mas esta es sólo una manera de ver las cosas. También existe la posibilidad de que hayan querido llevar a sus últimas consecuencias la propuesta original, el espíritu primigenio del rock: no te detengas ante nada. No te vendas a nadie. No confíes en nadie mayor de treinta años (aunque tú mañana cumplas cincuenta). Nunca quisieron tener un manejador, un representante que se encargara de esas pequeñas cosas que a ellos les costaban tanto trabajo: firmar un contrato, conseguir tocadas donde fuera, encargarse de cobrar, saber pelearse con los dueños de los antros y clubes que los contrataban. Les parecía deshonesto o de plano idiota pagar el quince por ciento por hacer algo que ellos nunca pudieron hacer bien. Ahora, la gran paradoja es que sí lo necesitaban porque había que deshacerse de la raza que los seguía: contestatarios, undergrounds, prepunks, subversivos dentro de los subversivos. Es decir, muertos de hambre y drogadictos que no tenían ni para pagar el cover en el antro y que se colaban como podían y además metían de contrabando uno o dos pomos para pagar sólo el consumo mínimo. Adentro del bar los que se enriquecían eran los dealers. Sobres, grapas, carrujos, pastas, guatos iban y venían de una mesa a otra, de una pareja a otra. El talento se desperdiciaba, el virtuosismo en la interpretación se desvanecía en el aire, desperdigándose entre el humo del antro sin que nadie prestara atención y aquilatara a fondo el esfuerzo de la banda. // Y de pronto, sin darse cuenta, ya estaban fuera del mainstream roquero. Sus fans habían envejecido más que ellos. Todavía decían “El Grupo”, cuando ya todos los chavos decían “La Banda”. Ciudad Satélite se pobló y creció, y los nuevos clientes no los solicitaban en las tocadas, ni les gustaba bailar slam con tres rucos tocando a Led who?, ni a ellos les agradaba ir a los hoyos funky. Dejaron de contratarlos. Las familias o las compañeras o esposas o groupies se cansaron de verles los rostros hinchados y perder los ocasionales contratos que les ofrecían, porque ellos terminaban peleándose con el gerente o dueño si no les pagaban a tiempo, siendo que ellos faltaban constantemente o llegaban tan ebrios que no había manera de que permanecieran de pie. // Han entrado en caída libre. No les queda más que el alcohol. Quieren morir en la raya, como los valientes. Pero la destrucción es tan lenta y dolorosa, la consunción tan evidente, la extinción pareciera no llegar nunca. De hecho, ellos no desean que llegue. ¿Son inmortales? Al menos son nuestros Hendrix, Morrison, Joplin, pero sin la dudosa grandeza de vivir rápido, morir joven y ser un cadáver hermoso. Son icónicos, sin embargo. Le recuerdan a su generación la laboriosidad de la desesperanza, la extrema dificultad de ser verdaderamente libres, las trampas del libre albedrío, el lado oscuro del Peace and Love y la chafez mediática de Sus Satánicas Majestades. Alguien tenía que ir al fondo del asunto. Comprobar si al final del túnel había algo: iluminación, sabiduría, libertad. Algo. // Ellos, ahora, lo saben.
 
 
 

CarlosGarcía-Tort

 
 
 
 
 

 


 

     

    NOVÍSIMOS DE ARAGÓN Y TELETONES

    Invitado por la Coordinación de Extensión de la ENEP Aragón emprendí el viaje de mi cuchitril copilqueño a los antes bosques de Aragón. Don Santiago Berumen, chofer de la Escuela, me llevó por los vericuetos de esta monstruosa ciudad y pasando por calcutas locales y viendo a lo lejos un skyline tipo Dallas (a últimas fechas la imaginación de nuestros arquitectos no va más allá de los cristales ahumados. Hay, claro, excepciones. Dios nos las cuide. Los demás, es decir la mayoría, son culpables de esta monotonía, de esta grisura), llegamos a la ENEP aragonesa. Por supuesto, nadie me esperaba y don Santiago me abandonó a la mitad del estacionamiento. Bobo como soy, no entendí las orientaciones dadas por varias amables secretarias y, a punto de rendirme, me di de narices con un letrerito que señalaba el camino a un auditorio en el cual yo debía hablar de poesía y medios de comunicación. Una amable maestra me condujo a una cafetería y, presurosa, me dejó en manos de otra amable maestra y se fue corriendo rumbo a la grilla administrativa que ese día inundaba los pasillos y las aulas del recinto (tienen razón los puertorriqueños: recinto que no campus) universitario. Entraron unos treinta o cuarenta muchachas y muchachos, alumnos del Departamento de Periodismo y Comunicación, se sirvieron café, me vieron con una mezcla de curiosidad y de agresión y se sentaron en las mesas de la cafetería listos, así lo pensé en ese momento, a soportar un discursete y un puñadito de poemas anticuadísimos. Me dispuse a practicar esa extraña actividad llamada por Faulkner “el gentil arte de la conversación” y pedí que se iniciara el diálogo. Poco a poco las preguntas y las respuestas fueron fluyendo y, al final, nuestra relación mejoró y los muchachos acabaron por perdonarme la vida y la verbosidad (hasta aplaudieron un poco y llegaron a esbozar algunas sonrisas). Entiendo perfectamente que desconfíen de un señor que hace cuarenta y seis años rebasó los veinte. Vivir en esa región del Estado de México y confiar en un poeta (escritor de poemas, don Álvaro. Perdón por pasarme su aduana por donde usted sabe) y periodista carcamal, son dos cosas sin duda incompatibles. Lo entiendo, lo respeto, pero no volveré a soportarlo. Ya no está la Magdalena para tafetanes.

    Tres cosas llamaron poderosamente mi atención: algunos de los contertulios admiraban las obras de José Carlos Becerra, García Lorca y Alejandra Pizarnik; casi todos eran lectores de La Jornada Semanal y la mayoría no mostraba demasiado entusiasmo por las teorías foxianas sobre la superación personal, el triunfo y lo competitivo y, además, dudaban de los políticos en general, especialmente de los que prometen gestionar la felicidad de sus gobernados sin matizar una declaración que huele a demagogia o a ingenuidad un poco mesiánica. Tal vez pensaban que, como decía Saadi, “un hombre es el producto de la suma de sus desgracias”. Tenían y tienen razón en no creer en esa fraseología o engañosa o redentorista usada por los salvadores profesionales. Su escepticismo es mucho más sabio. Se debe ser cauteloso para sobrevivir en esos rumbos. De lo contrario, el desasosiego se convierte en un compañero cotidiano y se plantea una disyuntiva igualmente fatal: o se es víctima o se es verdugo. Setenta y un años de autoritarismo, superchería y corrupción (matizados por los aspectos positivos del Estado de bienestar que se fueron a calacas a partir de la llegada al poder del Sr. De la Madrid y sus helados tecnócratas) llevaron al país a una encrucijada de la cual partía, como opción principal, un laberinto hecho de lumpenización, violencia y venganza social. Ya en la puerta de la ENEP (notablemente limpia y mantenida así por los mismos estudiantes), hablé con dos muchachos sobre el programa de López Obrador (ambos viven en el Estado de México, ese lugar lleno “de estruendo y de furia”). Alabamos sus propuestas relacionadas con el Estado de bienestar y dudamos de su proyecto desmañanero. No por mucho madrugar amanece más temprano, señor don Andrés Manuel. Le digo esto con respeto y simpatía.

    Pronto publicaremos en La Jornada Semanal una antología titulada “Novísimos de Aragón”. No lo haremos por razones paternalistas o sentimentales sino por la simple razón de que el trabajo de esos muchachos es valioso y está bien hecho. Lo demás sería pura melcocha sensiblera.

    Y hablando de esto debo referirme al Teletón, cumbre de la beneficencia del sistema neoliberal. Advierto que, en principio, son buenas la construcción y el mantenimiento, hecho a base de donativos, de clínicas para personas con capacidades diferentes, pero, ante este fenómeno cargado de melodrama y de sensiblería tipo Televisa, conviene enumerar algunas observaciones:

    1. Recordar el primado de la justicia social sobre la beneficencia.

    2. Sabemos que los donadores de los días 8 y 9 seguirán evadiendo impuestos, explotando trabajadores, corrompiendo burócratas, talando bosques, haciendo trampas mercantiles, comprando la justicia...

    3. Los queretanos decían que su benefactora emblemática, doña Josefa Vergara, creadora de una fundación, primero había hecho a los pobres para poder ayudarlos después.

    4. Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu mano derecha, dicen los sagrados escritos al hablar de la caridad. La teletónica, aquí y en otros países, es una caridad con reflectores. Tal vez convenga crear incentivos fiscales para los donadores. Esto calmaría su filisteo exhibicionismo.

    5. Lo ideal para nuestro país, y para todos, sería que la utopía se plasmara en el mundo real. Entonces los teletones, las comisiones de derechos humanos y los ombudsmanes desaparecerían y en su lugar existirían la justicia social y el Estado de derecho.

    6. Los organizadores del Teletón y sus locutores crearon una retórica peligrosa: movilización de masas, salvación nacional, gestión del bien común... estas son funciones del Estado, no de Televisa y socios, incluyendo al Presidente de la República que participó en el melodrama y nada dijo sobre el primado de la justicia social.

    7. El neoliberalismo es el culpable del empobrecimiento de las clases populares y del acelerado proceso de lumpenización de los sectores sociales más desprotegidos. Como catarsis y como precario y parcial mecanismo compensatorio organiza los actos de beneficencia.

    Dejamos las calcutas locales y entramos a una región sombreada por los rascacielos. Pensé en los muchachos de Aragón, en su amor por la poesía, sus rencores, su disgusto, su ira, su inteligencia y su amor por esa Escuela que cuidan y limpian porque en ella late su precaria esperanza. Hacerles justicia está por encima de los teletones neoliberales. Si esto se logra, se curarán los males sociales y ya no serán necesarias las cataplasmas. Todo esto es muy difícil, pero conviene soñar y forjar utopías en la imaginación. El intentar plasmarlas en la realidad fue la empresa de Gandhi. Ojalá que los políticos pensarán en el Bapu. Eso los curaría de la demagogia y de la obsesión de poder que les corroen el ánima y la entraña.
     
     
     
     

    Hugo Gutiérrez Vega