Heiner Müller
el cuento
del domingo
La cruz de hierro
La exaltada lealtad que la muerte del Führer despertó en un simple papelero de Mecklenburgo lo conduce, en este relato de Heiner Müller, a la ejecución de un ritual que, como todos los rituales nazis, raya en lo retóricamente solemne y lo tristemente ridículo. Müller conduce la narración con economía de recursos para dar mayor precisión al horror implícito.
En abril de 1945 en Stargard, Mecklenburgo, un papelero se decidió a pegar un tiro a su mujer, a su hija de catorce años y a sí mismo. A través de unos clientes se había enterado de las nupcias y el suicidio de Hitler.
Como oficial de reserva de la primera guerra mundial conservaba todavía un revólver, así como una carga de diez municiones.
Cuando su esposa salió de la cocina con la cena, él se encontraba de pie junto a la mesa limpiando su arma. A la solapa llevaba prendida la Cruz de Hierro, como solía hacerlo sólo en días festivos.
El Führer eligió la muerte voluntaria, contestó a la pregunta de su mujer. Que él le sería fiel y si ella estaría dispuesta a seguirlo también. En cuanto a su hija no tenía ninguna duda de que preferiría una muerte honrosa a manos de su padre que una vida sin honor. La llamó. No lo decepcionó.
Sin esperar la respuesta de su esposa, las exhortó a ponerse sus abrigos, dado que para no causar escándalo las llevaría a un sitio apropiado afuera de la ciudad. Ellas obedecieron. Él cargó el revólver y dejó que su hija le ayudara a ponerse el abrigo, cerró la casa y echó la llave por la rendija del buzón.
Estaba lloviendo cuando caminaban por las oscuras carreteras afuera de la ciudad; el hombre adelante, sin volverse a mirar a las mujeres que le seguían a distancia. Él percibía sus pasos sobre el asfalto.
Tras haber dejado la carretera y tomar el sendero del bosque de hayas, se volteó a mirarlas por encima del hombro y las hizo apresurar. Con el viento nocturno que empezaba a soplar más fuerte sobre el llano sin arbolado, en el suelo mojado por la lluvia sus pasos no hacían ningún ruido.
Les gritó que se adelantaran. Al seguirlas no sabía si tenía miedo de que ellas huyeran o si él mismo deseaba huir. No tardó mucho para que ellas le sacaran ventaja. Cuando ya no podía verlas supo que tenía demasiado miedo como para huir simplemente, y cuánto deseaba que ellas lo hicieran. Se detuvo a desaguar. Traía el revólver en el bolsillo del pantalón y lo sentía frío a través de la delgada tela. Cuando empezó a andar más aprisa para alcanzar a las mujeres, a cada paso el arma golpeaba su pierna. Caminó despacio. Pero al llevarse la mano al bolsillo para deshacerse del revólver vio a su esposa y a su hija. Estaban paradas en medio del camino, esperándolo.
Había querido hacerlo en el bosque pero el peligro de que se oyeran los tiros era menor aquí. Al tomar el revólver con la mano y quitar el seguro, su mujer se le colgó al cuello en medio de sollozos. Pesaba mucho y no sin esfuerzo se la quitó de encima. Se acercó a su hija que lo miraba fijamente, le puso el revólver en la sien y jaló del gatillo con los ojos cerrados. Tuvo la esperanza de que la bala no saliera, pero la oyó y vio cómo la muchacha se balanceaba y se desplomaba.
La mujer temblaba y pegaba de gritos. Tuvo que sujetarla. Sólo después del tercer tiro se quedó quieta.
Estaba solo.
No había nadie que le ordenara llevarse a la propia sien el cañón del revólver. Las muertas no lo veían, nadie lo veía.
Guardó el arma y se inclinó sobre su hija. Luego echó a correr.
Corrió de vuelta por el camino hasta la carretera y recorrió un tramo de ésta sin dirigirse a la ciudad, sino al oeste. Luego se sentó a la orilla de la carretera, apoyando la espalda en un árbol y recapacitó sobre su situación, respirando con dificultad. Encontró que había algo de esperanza. Tenía que continuar hacia el oeste sin pasar por los próximos pueblos. En alguna parte podría esconderse; lo mejor sería una ciudad más grande, con un nombre extranjero, y ser un refugiado desconocido, común y corriente, sin empleo.
Echó el revólver a un hoyo de la carretera y se puso de pie.
Mientras caminaba le vino a la mente que se había olvidado de tirar la Cruz de Hierro. Lo hizo.
Traducción de Ricardo Corchado