MARTES Ť13 Ť FEBRERO Ť 2001
Ugo Pipitone
Estaciones orbitales y genoma humano
Desde hace un par de días los astronautas Tom Jones (Ƒserá pariente?) y Bob Curbream han comenzando a trabajar para ampliar la primera estación espacial de la humanidad. Una ingeniería que alcanzará 171 metros de largo, 27 de alto y 73 de ancho. Aquí habrá laboratorios científicos y de aquí es lícito imaginar en el futuro noticias que mejoren la vida en este planeta y nos proyecten más lejos de nosotros mismos. Al inicial módulo estadunidense, Unity de ISS --que es un programa internacional en que intervienen Estados Unidos, la Agencia Europea del Espacio y otros-- se le acoplarán progresivamente otros, hasta alcanzar la plena operatividad de la estructura.
Este acontecimiento sugiere tres observaciones. La primera: una empresa global que expande los confines del conocimiento humano. La segunda: un acontecimiento de colaboración internacional en el cual Europa se presenta unida. La tercera: un episodio de cooperación entre sectores público y privado de la economía. Evidentemente, los seres humanos somos mejores en el espacio que en la tierra. Saquemos una moraleja inevitable: la combinación de público y privado (en este caso, a nivel planetario) produce normalmente noticias que vale la pena festejar.
Y cuando aún no nos recuperábamos de la sorpresa y el orgullo de esta misión espacial permanente, otro avance de época ocurre en el otro extremo, de lo más grande a lo más pequeño: la descifración del código genético de la humanidad de parte del Human Genome Project (HGP), con cinco años de anticipo sobre los tiempos previstos. Y aquí también hay cosas que merecen ser apuntadas. La primera: nuestro código genético (compuesto por más de 30 mil genes) no es monstruosamente superior al de las otras especies vivas de este planeta. Moraleja: el deber de conservar las diferencias de las cuales somos producto, como especie. La segunda: la mayor parte del patrimonio genético humano está hecho de "basura": residuos de material genético correspondiente a tiempos olvidados, módulos cuya integración global es aparentemente sin sentido. Lo cual debería obligarnos a vernos con una mezcla de orgullo y de vergüenza por lo que aún no toca hacer de nosotros mismos. La tercera: otra vez, un proyecto mixto, público-privado.
La lucha mortal de esta época entre una dimensión pública encarnación de necesidades colectivas y una privada, portadora de necesidades de menor espectro social, no parecería haber ocurrido en estos dos ejemplos: el ISS y el HGP. Da la impresión de que cuando los seres humanos nos dirigimos al conocimiento científico estamos animados por una furia divina que desdibuja las ideologías tajantes entre las que vivimos y que, a veces, asumen la forma de teorías finales. Por desgracia, otra cosa ocurre cuando nos proyectamos al conocimiento social. Aquí nuestros atrasos son gigantescos respecto a una ciencia de la naturaleza que avanza sin tanta carga de dogmatismo y teoremas infalibles.
En el terreno que nos interesa aquí, la economía, los ejemplos son inevitables: la microeconomía y los paradigmas que giran alrededor de la teoría de las expectativas racionales. Gran parte de nuestra reflexión sobre el presente social está condicionada por esas condensaciones duras de nuestro conocimiento social. De un lado, una microeconomía que sigue suponiendo mercados perfectos y demás amenidades. Del otro, un paradigma que equipara, en sus comportamientos, el hombre de Cro-Magnon con el ser humano de la actualidad; lo cual supone olvidar lo que la especie ha madurado en la historia, y en diferentes formas culturales.
Sin embargo, en esas ideas-guía descansa gran parte de nuestra capacidad actual de reflexionar sobre nosotros mismos, en términos colectivos. De una parte, la entronización del individuo soberano como ladrillo elemental de cualquier arquitectura colectiva, y de la otra, el homo oeconomicus que hace de la mezquindad un supremo valor "humano". Es descorazonador comparar los avances de las ciencias naturales con nuestros balbuceos acerca de nosotros mismos. De una parte, un pragmatismo reconfortante, de la otra, una ideología matematizada envuelta en teorías que pretenden explicar todo y, muy a menudo, no lo hacen. Obvia y afortunadamente.
De un lado, una ciencia que aprende del mundo; del otro, una ciencia que busca en el mundo la confirmación de sus temores ideológicos.