viernes Ť 16 Ť febrero Ť 2001

Adolfo Gilly

Las manos sobre el petróleo

Si tomamos en cuenta las tendencias largas en la transformación del Estado mexicano cuyo punto de inflexión decisivo fue la presidencia de Carlos Salinas, veremos claro que el gobierno de Vicente Fox no es un producto de la mercadotecnia, sino el fruto maduro del prolongado ascenso de los representantes del capital financiero dentro del régimen preexistente. A este nivel sustantivo, Fox no es una ruptura. Es un relevo en el mando político y, a la vez, un cambio en el personal que tiene a su cargo ese mando y en la ideología que lo unifica y legitima.

Los empresarios no necesitan ni quieren ejercer en persona tal mando. Algunos de ellos han ingresado al gabinete presidencial. A partir de ese momento, quiéranlo o no, pasan a ser personal político con mentalidad empresarial, pero no empresarios en activo. Pero lo que ese sector de la clase dirigente a esta altura sí necesitaba era un real mediador político, todo suyo, entre el mando del capital financiero y la nación mexicana tal cual es, no tal cual la veía Ernesto Zedillo en sus columnas de cifras.

Encontró ese mediador en la figura de Vicente Fox, empresario (de segundo nivel) y político pero, sobre todo, empresario ranchero, una figura familiar a la memoria de un país cuyos presidentes históricos en el siglo XX no fueron Limantour ni Pani, sino militares de estirpe ranchera como Obregón, Calles y Cárdenas. Si el actual presidente mediador entre las finanzas y la política tiene en su despacho una silla de montar, nadie negará que él, no sus consejeros, sabe moverse muy bien al nivel simbólico en estos pases de magia detrás de los cuales se nos consolida la conducción de un sector sólido y agresivo de las clases dirigentes.

La confusión de su lenguaje, su carencia de respeto por las palabras y su visión utilitaria de las ideas, tres rasgos no inventados sino consustanciales al personaje, son también funcionales para encubrir ante ese mismo país la seriedad y la solidez de la transformación en que de lleno hemos entrado. Dos recientes hechos conexos ilustran lo que antecede.

Primero, en el discurso del presidente Fox sobre la nueva constitucionalidad, retahíla de lugares comunes democráticos propios de todos los políticos a la moda (el texto parecía obra de algún Felipillo González), había una ausencia clamorosa: la mención del artículo 27, ese que dice que el suelo y el subsuelo son propiedad originaria de la nación, ese que desde su sanción el 5 de febrero de 1917 fue impugnado por los sucesivos gobiernos de Estados Unidos y por los ideólogos rejegos de la oligarquía local. Varios lo han hecho notar en días pasados.

Segundo, la designación como miembros del consejo de administración de Pemex de Carlos Slim, Alfonso Romo y Lorenzo Zambrano, no simples representantes del moderno capital financiero nacional sino su encarnación misma, es una de las formas de darle la vuelta al actual artículo 27 sin pasar (todavía) por los trabajos que costará su derogación.

Es difícil oponer a estas exitosas figuras de la administración de empresas las grises personas de los burócratas que los precedieron. Las administraciones priístas de Pemex tienen pocos puntos defendibles, incluso en su voluntad de los últimos tiempos de desarticular y desmantelar más y más los equipos de técnicos y especialistas mexicanos que fueron antes orgullo de la institución, así como es igualmente indefendible la relación corrupta y clientelar entre los dirigentes sindicales y aquellas administraciones.

Por otra parte, el régimen priísta nunca quiso crear un verdadero servicio civil de carrera de donde sacar administradores profesionales y ajenos a los rejuegos de la política. Aunque, a decir verdad, en la fusión entre el aparato estatal y el partido oficial propia de ese régimen, el real servicio civil de carrera era el mismo PRI, en cuyo seno los funcionarios hacían sus respectivas carreras y pasaban de un puesto a otro no tanto según las necesidades de ésta cuanto conforme a los vaivenes de sus suertes políticas.

Pemex fue el arca del botín de administradores priístas, dirigentes priístas del sindicato y presupuesto federal. Para el nuevo mando financiero del país, cuyas ganancias vienen del capital propio, esa relación perversa ya no es necesaria. Dicho en otros términos, necesita que se termine la era de Pemex como sede de la acumulación originaria -de la formación de nuevos ricos con sus capitales-, y que la empresa se convierta en un pilar de la reproducción ampliada de los grandes capitales privados cuya propiedad ellos detentan.

Es cierto que Pemex nunca dejó de tener también esta última función. Pero para poder cumplirla en los términos de estos tiempos, el saqueo debería terminar. Si uso el condicional, es porque todo esto todavía debe pasar de la teoría a la historia. O, en palabras más simples, todavía está por verse, sobre todo en lo que toca a la utilización de Pemex como sostén del presupuesto federal -a costa de su propia capitalización- y como tapadera de los inmensos agujeros que deja en ese presupuesto la evasión de impuestos por los grandes capitales.

Lo que primero salta a la vista es la incompatibilidad jurídica entre ejercer la administración de una empresa pública y mantener la dirección de los grandes intereses financieros e industriales que estos tres empresarios en activo representan.

Sin pasar por la privatización -todavía-, esas manos se han puesto sobre las palancas de ese botín desde siempre codiciado al norte y al sur del río Bravo: la fabulosa renta petrolera nacional, constitucionalmente propiedad de todos los mexicanos y mexicanas, incluida esa mitad y más que vive en la pobreza a secas o en la extrema pobreza.

Quienes en los años 30 tuvieron la inaudita audacia de expropiar el petróleo a las compañías de Gran Bretaña y Estados Unidos no defendían el pasado: inventaban una nueva realidad, por la cual se movilizó entonces el pueblo mexicano. Si queremos defender lo que aún subsiste de esa realidad y diseñar una ruta diferente de la que nos proponen Vicente Fox y estos tres caballeros, no bastan las memorias de ese pasado ni las ilusiones sobre este gobierno ni los actuales programas partidarios. Hay una ardua tarea social, humana y cultural toda por hacerse.