SPUTNIK
El detective Fandorin, la monja Pelaguiya y otros personajes
Ť Juan Pablo Duch
Moscú, 23 de febrero. La inclusión
de Akunin en el título de la anterior entrega, como punto de destino
actual de un viaje con retorno in-cierto, la afición del ruso por
la lectura, no fue un lapsus atribuible a Kournikova, en su versión
más perversa de virus informático alterador de textos. Mas
aún que el bicho de marras, si bien satura la red al autoenviarse,
es inofensivo para quien cae en la tentación de abrir el archivo
en espera de encontrar un bombón y termina por comerse el mexicanísimo
dulce de consistencia feculosa y ci-líndrica forma, originario de
Puebla, castigo menos drástico el funeral del disco duro.
Akunin no es Dostoyevski ni pretende serlo; tampoco está
loco en el sentido de cometer la osadía de escribir una versión
postsoviética de Crimen y castigo, aunque crimen y castigo,
sin adentrarse como su ilustre antecesor, ese sí genialmente loco,
en los laberintos sicológicos de las miserias humanas, es el ámbito
en que se mueven el detective Erast Fandorin, la monja Pelaguiya y otros
que lo han convertido en el autor más vendido de Rusia en este momento.
Con 10 títulos en la lista de los 15 bestsellers de enero pasado, Boris Akunin supo capitalizar mejor que otros, y la relación de autores de novelas policiacas es tan grande que no cabría en un solo Sputnik, lo que los rusos prefieren leer ahora.
Mucho antes de abrir una página propia en Internet, algunos colegas suyos creen que tener presencia en el ciberespacio es el primer signo de triunfo, pero Akunin empezó por cambiarse el nombre de Grigori Chjartishvili, tan difícil de recordar en ruso como en español, a probable recomendación de sus editores de adoptar un seudónimo me-morizable. A diferencia de los otros maestros del género, incluso ya vertidos a numerosos idiomas, desde Alexandra Marinina a Andrei Ilin, sin olvidar a Evgueni Sujov o Nikolai Leonov, Akunin va más allá de la nota roja de periódicos locales, fuente testimonial que supera la imaginación más delirante.
De alguna manera, de mediados de los 90 a la fecha, la novela policiaca se volvió no-vela costumbrista y, con un poco de oficio y suerte, cualquiera podría convertirse en narrador, inacabables las historias reales de crímenes y asesinos en serie o a sueldo. Existe hasta una Enciclopedia del mundo criminal, una insustituible herramienta para confrontar la realidad con los personajes literarios, y no son pocos los libros que abordan el tema de manera documental, chorreando sangre en cada página.
El mérito de Akunin, que por supuesto no es manchar las manos del lector, radica en su paciente trabajo de archivo para recrear la época de la Rusia de fines del siglo XIX, situando cada novela en un año diferente, de tal suerte que el lector queda con ganas de seguir las andanzas del detective Fandorin y, de paso, se entera de cómo era la vida cotidiana en la época de los zares. La si-guiente novela del ciclo, Los amantes de la muerte, ambientada ya en los comienzos del siglo XX, llegará a las librerías en mar-zo próximo y, se comenta, el personaje no ha tenido todavía el mismo trágico final de Sherlock Holmes sólo por la tenacidad de los editores, calculadora en ristre.
Del predominio de la novela negra, negro el panorama plasmado en la literatura rusa de hoy, muchos lectores buscan refugio en la novela rosa. Tatiana Tolstaya, que no es biznieta de don León, Viktoria Tokarieva y otros, por los locales, comparten reconocimientos con infinidad de autores extranjeros, impregnadas de lágrimas sus páginas.
Guste o no, sorprenda o no, estos géneros encabezan las preferencias en este invierno interminable, pero es tan vasto el universo de los lectores rusos que también hay lugar para la literatura marginal de Viktor Pelevin con su Generación P, Mijail Shishkin y su Toma de Ismail, Conferencia número 7, Oleg Yuriev y su Península de Zhidiatin, por mencionar sólo tres ejemplos.
No todo lo que se lee aquí es de autores locales. Rusia es uno de los países en que más se traduce y no es difícil encontrar obras de García Márquez, Borges, Cortázar, Fuentes o Vargas Llosa, cinco nombres en-tre muchísimos, de los nuestros y de los que escriben en inglés, francés, alemán y cuanto idioma existe. En el plano de las nove-dades, hace poco se puso a la venta la biografía del Che, de Paco Ignacio Taibo II.
Fenómeno de Akunin al margen, los grandes clásicos que ha dado este país esperan pacientemente en las bibliotecas caseras y, poco a poco, comienzan a ser desempolvados. El retorno al lugar que les correspondería en las preferencias del lector ruso no es necesariamente irreversible, pero es claro que, sin ellos, no se podría entender lo que pasa ahora, ni aquí ni en ningún lado