DOMINGO Ť 25 Ť FEBRERO Ť 2001
Ť Carlos Bonfil
Hannibal
La novedad en Hannibal, secuela de El silencio de los inocentes (1991), de Jonathan Demme, no es la elección de Julianne Moore para el papel de Clarice Sterling, la agente del FBI que mantuviera una fascinante relación con el asesino serial Hannibal Lecter (Anthony Hopkins en las dos versiones), sino la reelaboración del contenido del bestseller de Thomas Harris a cargo del guionista y director David Mamet, y de Steven Zaillian. Otro atractivo inicial: la dirección está a cargo de Ridley Scott, el realizador de Alien, el octavo pasajero, y de Gladiador. Las expectativas para la nueva cinta fueron y siguen siendo enormes. Se le señala como la cinta más taquillera del momento en Estados Unidos, se atiza el morbo detallando las atrocidades antropófagas a las que se libra el "caníbal" Lecter, se habla del número de espectadores que al parecer se conmocionan y asquean en las salas; se intenta así fabricar el acontecimiento fílmico, la película friqueadora por excelencia, un festín sanguinolento con todo el barniz de un thriller bien diseñado. Con esta promoción se le hace un magro favor al esfuerzo del realizador y al desempeño sobresaliente de sus actores.
Era inevitable que Hannibal fuera obsesivamente comparada con su célebre antecesora, y que el trabajo de Julianne Moore se pusiera en la balanza junto al de Jodie Foster. Poco se ha hablado sin embargo de la dirección y punto de vista de Ridley Scott, realizador que no ha suscitado ya, como antes Demme, las protestas de la comunidad gay por la representación complaciente de un sicótico homosexual. Los guionistas han optado por la discreción y la cautela con el fin de prevenir boicots en la taquilla y acusaciones de incorrección política. Han preferido además voltear de cabeza el esquema en el que Clarice y Hannibal mantenían una relación muy estrecha, en un medio claustrofóbico, y pasan ahora a encuentros más esporádicos en espacios abiertos. Hannibal ya no es un ser misterioso y temible, sino un dandy de aspecto bonachón, cuyos crímenes anteponen siempre la exquisitez a la violencia. Colecciona objetos de arte, reside en Florencia bajo un nombre falso, es el bon vivant que aprecia la gastronomía de los restos humanos.
A tal punto es distinto este delicado asesino del misterioso y temible Hannibal de El silencio de los inocentes, que sus peripecias se vuelven objeto de humor involuntario, como en la escena en que sazona al estilo oriental los sesos de su víctima todavía viva. Algo digno del neozelandés Peter Jackson (Mal gusto --Bad taste, 1988), pero poco eficaz en términos narrativos y de suspenso. Con un Hannibal Lecter en libertad, los guionistas se ven obligados a multiplicar las subtramas y no se concentran ya en la relación Hopkins-Moore, misma que languidece penosamente, sin intensidad ni emoción, hasta volverse tributaria de otra historia más: la de la rencorosa persecución que realiza el magnate Mason Verger (Gary Oldman), contra el asesino que le indujo a desfigurarse el rostro rebanándoselo lentamente en una escena impactante.
El buen oficio de Ridley Scott se manifiesta sobre todo en la primera parte de la cinta, cuando una violenta confrontación callejera revela la complejidad psicológica de Clarice Starling, versión femenina del viejo policía agotado y escéptico. Lo que sigue se vuelve rutinaria explotación de fórmulas del thriller, con una aproximación muy mecánica al género de horror. El castigo que reserva Hannibal a la deslealtad y a la corrupción se expresa con asociaciones y símbolos muy obvios, como el Judas en una pintura y la silueta de un ajusticiado en una plaza florentina, cadáver que vacía sus vísceras frente a turistas atónitos. A un paso del cine de horror de Darío Argento, con un efectismo ocioso, y con una menguada imaginación visual, Hannibal no explora cabalmente las posibilidades del suspenso, y sus dos figuras centrales brillan a espaldas uno del otro. El resultado es frustrante: el viejo asesino perturbador parece hoy irreconocible en su malicioso afán por seguir degustando transgresiones ya rancias.