LUNES Ť 26 Ť FEBRER0 Ť 2001
Ť Más sorpresas y efectiva seguridad durante la salida de Chiapas de los zapatistas
Múltiples condecoraciones de tehuanas a Tacho
Ť Ovaciones, mantas, banderas y estandartes de grupos diversos, en la llegada a Oaxaca
JAIME AVILES ENVIADO
De San Cristobal de las Casas, Chis., a Juchitan, Oax., 25 de febrero. Era ya domingo, al filo de las tres de la mañana, y bajo los portales del palacio municipal de San Cristóbal, en los andadores de la plaza de armas y a todo lo ancho y largo de la explanada catedralicia, miles y miles de cuerpos envueltos en sarapes de lana dormían sobre el suelo helado, con un frío que de verdad cortaba la respiración.
Allí estaban de nuevo los zapatistas, como el primero de enero de 1994, aunque la imagen que ofrecían podía ser también de 1910, aunque en otras regiones del nacional territorio. Tras el histórico mitin, que finalizó poco antes de las once de la noche, los rebeldes habían sufrido, o gozado, eso depende, el estridente ruido de un casete de música tropical, y ahora, bajo la temperatura más inclemente de este invierno, roncaban a pierna suelta esperando el amanecer.
Todos se levantaron muy temprano, volvieron a formarse con su rápida organización y, con las manos en alto, despidieron a la comitiva que enfiló rumbo a Tuxtla Gutiérrez por la carretera de las 365 curvas, que muy pronto será desplazada por la moderna autopista procedente de Tabasco, la cual habrá de agilizar el acceso al sureste en aras del plan Puebla-Panamá.
Como otras crónicas lo constatan, la caravana se detuvo en el centro de la capital de Chiapas y fue aclamada por otras multitudes. En seguida, y a buen paso, continuó rumbo a Cintalapa y más tarde a Rizo de Oro, para cruzar la frontera oaxaqueña en el parque natural de La Sepultura. Rezagado muy a la retaguardia del convoy, el enviado buscó, en esa ciudad y esos tristes pueblos, datos que mostraran la estela de la impetuosa marcha indígena.
El primero apareció entre Cintalapa y Rizo de Oro. A la orilla del camino, auxiliado por una grúa de Protección Civil del Estado (de Chiapas, se entiende), el autobús número 34, correspondiente a una parte de los delegados de la Asociación Ya Basta, de Italia, padecía el penoso cambio de una rueda ponchada, pero estos contratiempos sirvieron para corroborar la eficacia del esquema de salvamento montado por el gobierno de Pablo Salazar Mendiguchía.
En cada entronque importante de la ruta había patrullas de tránsito estatal y de la Policía Federal Preventiva, cuyos tripulantes, por lo general, roncaban a pierna suelta. En los límites de Oaxaca y Chiapas, detrás de la columna de autobuses y camionetas, numerosos transportes de la PFP y de la Policía Judicial chiapaneca metieron freno, dieron media vuelta y retornaron a Tuxtla, una vez cumplida sin tropiezos su delicada misión.
Sin embargo, el que en esta etapa inicial hayan salido bien las cosas, no significa que Salazar Mendiguchía respirará con alivio, pues mientras los delegados rebeldes no vuelvan sanos y salvos a sus comunidades, el peligro de que Chiapas estalle subsistirá mientras, como dijo el subcomandante Marcos, pueda ocurrirles "cualquier cosa desagradable a los viajeros".
Lucio Cabañas, Genaro Vázquez, Zapata, el Che y el Sup
Desde La Sepultura hasta La Ventosa, puerta de entrada al istmo de Tehuantepec, nada insinuaba en el paisaje que por allí hubiesen transitado los rebeldes. En cambio, entre La Ventosa y Juchitán comenzamos a ver otros autobuses rezagados, y al fondo del paisaje, dos helicópteros que sobrevolaban como moscardones los techados juchitecos.
Más adelante, en efecto, había un embotellamiento de vehículos de todo tipo y gente a los lados de la cinta asfáltica que ovacionaba y mostraba la V de la victoria a los disímbolos viajeros que avanzaban a vuelta de rueda, con sus mantas, banderas y estandartes de las organizaciones más diversas. Al llegar a la avenida 16 de Septiembre de Juchitán, que desemboca en la plaza del palacio municipal, el tráfico, si bien siempre lento, se volvió más fluido.
Tacho, como general
Sólo dos cuadras después, al filo de la cinco de la tarde, había una multitud más, congregada ante la sede del ayuntamiento, y miles y miles de palmas aplaudían, al tiempo que Marcos y los 23 comandantes ocupaban su lugar en el estrado, bajo una muralla de mantas coloridas que reproducían los retratos de Lucio Cabañas, Genaro Vázquez, Emiliano Zapata, el Che y el Sup, repetido tres veces y sombreado con unos ojeras espantosas en la rendija del pasamontañas, y dónde si no.
Ataviadas con sus vestidos y joyas tradicionales, algunas mujeres tehuanas subieron a la tarima para entregar cálidos collares de flores a los rebeldes. A Tacho le colgaron como diez y lo dejaron condecorado con tal abundancia de medallas naturales que de lejos parecía un general. A Marcos, y al resto de la comitiva, les tocó un solo collar por pescuezo.
Subió a la palestra Leopoldo de Gyves, el histórico dirigente de la Coalición Obrero, Campesina y Estudiantil del Istmo (COCEI), y caminó a lo largo del escenario sin volverse a ver siquiera a los comandantes indígenas, se acercó a Marcos, le estrechó efusivamente la mano y, en funciones de presidente municipal y maestro de ceremonias, con un micrófono conectado a un pésimo aparato de sonido, bajo el escándalo de los pájaros que colmaban las arboledas, y con el acompañamiento de un negocio de música punchis-punchis, que restallaba a todo volumen, nos brindó, como siempre, un discurso largo, ruidoso y olvidable, aproximándose a cada párrafo al vocero del EZLN, como si no acabara de estar seguro de que iba a salir en la foto.
Media hora después, mientras Marcos leía el cuento sobre el origen de la palabra verdadera; de pronto, ya era de noche. De Gyves cantó el Himno Nacional para que todos lo siguieran en tan desafinada tarea, y de inmediato un autobús recogió a los rebeldes y los condujo a la casa de la cultura, donde esta noche descansan.
Cuando el vehículo se estacionó frente a la modesta edificación, los curiosos que lo habían acompañado vieron a través de las ventanillas al comandante Germán, quien con un envejecido paliacate al cuello, una gorra semejante a la de Marcos y una solitaria estrella en la visera, organizaba paternalmente el descenso de los rebeldes, dándoles palmaditas en la espalda, como si ellos, a fin de cuentas, 20 años después y al cabo de una vida en la clandestinidad, que por lo visto hoy termina, fueran su hechura, y el Sup, su obra maestra.