martes Ť 27 Ť febrero Ť 2001
Luis Hernández Navarro
Constitución y derecho indígena
A pesar de que la nación mexicana ha tenido desde su fundación una composición pluriétnica y pluricultural, sus Constituciones no han reflejado esta realidad. Borrar lo indio de la geografía patria, hacerlo mexicano obligándolo a abandonar su indianidad, ha sido una obsesión de las clases dirigentes desde la Constitución de 1824.
Con la Independencia, la intención de deshacerse de la herencia colonial, de resistir a los peligros de las intervenciones extranjeras, de combatir los fueros eclesiásticos y militares y de modernizarse llevó a privilegiar una visión de la unidad nacional que excluía las diferencias culturales.
Aunque la Constitución de 1917 reconoció la existencia de sujetos colectivos y derechos sociales no tomó en cuenta a los pueblos indios. Esta carencia de reconocimiento jurídico y las políticas integracionistas a ultranza seguidas por los gobiernos de la Revolución no acabaron con los indígenas. Ellos conservaron a través del tiempo su identidad y parte de sus instituciones y cultura; sin embargo, el ideal homogeneizador provocó su exclusión, discriminación, marginación, opresión y explotación por parte del resto de la sociedad nacional. Las etnias fueron condenadas a la disyuntiva de desaparecer como tales o vivir en la simulación y el engaño.
La reforma constitucional al artículo 4Ɔ en 1992 estableció, por vez primera, una referencia a la existencia de los pueblos indios. Reconoció sus derechos culturales, pero sin señalar los principios, relaciones e instituciones donde esos derechos debían materializarse, y relegando a leyes secundarias (inexistentes en muchos casos) su aplicación. La nueva redacción al 4Ɔ constitucional no contempló, por lo demás, demandas sustanciales: autonomía como ejercicio de la libre determinación.
Así las cosas, la referencia a la cuestión indígena presente en nuestra Constitución es insuficiente para satisfacer las reivindicaciones indígenas. Se requiere que entre los principios básicos de igualdad jurídica y demás libertades básicas que permean a la nación, se sume el de la pluriculturalidad. No basta cumplir la Constitución como está para que se haga justicia a los pueblos originarios ni tampoco que se elaboren o modifiquen leyes secundarias. Es necesario reformarla.
Pocas veces en la historia de las más de 400 modificaciones que han transformado las dos terceras partes del articulado de la Constitución de 1917 se había suscitado un debate como el actual en torno a los derechos y la cultura indígenas. Casi ninguna ha enfrentado tal cantidad de resistencias. El racismo, evidente en algunas regiones y latente hasta ahora en el resto del país, se ha hecho manifiesto y ha precipitado una avalancha de opiniones, mezcla de desconocimiento e intolerancia sobre la realidad de los pueblos indios.
Hay quienes ven en el reconocimiento de estos derechos la justificación para violar los derechos humanos y legitimar cacicazgos. Otros han señalado que las reformas buscan privilegios y que conducirán al país a la balcanización y la desintegración. Ninguna de estas opiniones ha sido demostrada. En varios países hay legislaciones avanzadas sobre el tema y esto no ha sucedido. En estados como Oaxaca se han reconocido derechos indígenas sin que se hayan presentado conflictos graves.
De manera absurda se alerta sobre la inconstitucionalidad de esta reforma, como si no bastara seguir los procedimientos que establece la Constitución para transformarla para que ésta sea constitucional.
La iniciativa de la Cocopa busca restablecer sobre nuevas bases la relación entre el Estado y los indios. Su parte medular es el reconocimiento de los pueblos indígenas como sujetos sociales e históricos y su derecho a la autonomía dentro del Estado. Ello implica modificar la Constitución legal de la sociedad mexicana al añadir al principio de los ciudadanos el de los pueblos indígenas.
El ejercicio de la autonomía implica la transferencia real de facultades, recursos, funciones y competencias, que actualmente son responsabilidad de otras instancias de gobierno. Entre otras, éstas abarcan tres áreas: la de la representación política en el ámbito de las comunidades y el municipio, la de justicia y la de administración.
El Congreso tiene frente a sí la posibilidad de que la nación comience a saldar una deuda histórica con sus pueblos originarios. Si los legisladores, en lugar de poner por delante los intereses generales del país, privilegian su visión particular o la de sus partidos sobre el tema, estarán perpetuando una grave injusticia y además poniendo en peligro la posibilidad de la paz.