miercoles Ť 28 Ť febrero Ť 2001
Luis Linares Zapata
El zapatismo y la esperanza
A pesar de las conocidas peripecias históricas que han delineado a México y donde los criollos y sus visiones han prevalecido en la conformación del poder, así como de las instituciones y leyes que lo soportan; con las incredulidades e ignorancias de las elites que han ninguneado a los que son distintos y, sobre todo, a los de abajo; con las oposiciones al cambio y marrullerías de los grupos de presión para sostener sus privilegios, que ven en los indios insurrectos un peligro de disolución inminente; y con la pulverizada incomprensión de las fuerzas políticas que ocupan los espacios decisorios, la marcha de los zapatistas va abriendo el horizonte, a todos los que quieran verlo, de un movimiento que lleva la promesa de afectar, con distinta calidad moral inclusive, las profundas injusticias, exclusiones y disparidades de la actualidad. Lejos van quedando los supuestos, difundidos con todo el aparato de comunicación formal del Estado, de una firma instantánea de esa paz gritada con sonsonete de porras y cánticos de rondalla infantil por las televisoras. Una paz inmovilizante y acrítica, sin rumbo y sin esfuerzos requeridos para derrumbar lo que la constriñe y la hace tan inestable como falsa.
La marcha, que arrancó el domingo pasado de San Cristóbal de las Casas, ha dejado de ser un simple espantajo de timoratos para madurar en su interior toda una epopeya de modernidad. Modernidad que implica la obligada conexión y trabajo entre los más pobres de los olvidados, los pueblos e individuos indios, con todos aquellos segmentos poblacionales dispuestos a considerarlos como sus iguales en dignidad, derechos y libertades; y, en lo concreto, con los que pretenden remover el obstáculo más serio para lograr un rápido y armónico desarrollo del país: la injusticia social.
Para todos aquellos que creen en la fórmula de compartir para progresar en lugar de avasallar, ningunear o abandonar a su suerte a los demás, la marcha zapatista bien puede ser la piedra de toque que desencadene los cambios que se precisan para iniciar, con paso firme y consciente, la reconstrucción de una patria donde todos quepan y actúen. El apoyo de masas que la respalda tendrá que desterrar cualquier pretensión de retornar a la política del aislamiento que impulsó el presidente Zedillo. El conflicto, bien claro se nota, no es regional (Chiapas), menos aún municipal o intercomunitario, como se pretendió durante los tristes años de aislamiento miope que se impuso por la fuerza.
Pedir como condición básica que el zapatismo se convierta en partido político y Marcos en diputado, aparece ahora como una posibilidad lejana, limitada y hasta torpe. El impulso que da solidez a las causas enarboladas y la conexión con el México profundo que van estableciendo a su paso por esa ruta marcada por la pobreza extrema y los orígenes indios, los sitúan en una dimensión desde donde podrán asaltar la historia. Una que los iguale con aquellos movimientos que han transformado las relaciones entre los individuos, los grupos y las naciones. Una historia que atienda a la mutación de los valores con que se enjuician y guían las actitudes de los ciudadanos en un tiempo determinado. Movimientos recientes de calidad similar pueden ser revisados, pues ayudan a situar lo que ahora sucede y permiten apreciar mejor la magnitud de la energía desatada por esta marcha en proceso. Recuérdese aquí el movimiento estudiantil del 68, de donde arranca la demolición del antiguo régimen. La transición electoral que impuso la Corriente Democrática, con Cárdenas a la cabeza, y que concluyó con la derrota del pequeño núcleo de tecnócratas que se había atrincherado en la cúspide del poder. Una imagen parecida la puede proporcionar el movimiento por los Derechos Civiles de los afroamericanos durante los años sesenta en Estados Unidos y que llevó a esa nación a ser distinta a la anterior.
Pero para continuar por esa ruta ascendente hay que ir consolidando los logros obtenidos hasta ahora en instituciones, en leyes, en costumbres y rituales conocidos, y para ello hay necesidad de pasar a los compromisos, a los acuerdos y a las negociaciones.
El zapatismo requiere de modificaciones constitucionales para introducir su especificidad y la de los demás pueblos indios, ausentes en el andamiaje legal de la República, para que tengan el vigor y la potencialidad de ser actores en el destino común de los mexicanos. Requieren empatar sus aspiraciones y propósitos políticos con los de la izquierda nacional, que anda en busca de identidad, fuerza y causas precisas. Deslindarse, con finos detalles y racionales posturas, del modelo gerencial y simplista que domina la escena pública. Precisar, en conjunto con otros más, el diseño y la operación de los programas para el desarrollo social y económico. Marcos, por su parte, puede continuar su lucha en otros niveles, el de las organizaciones mundiales que luchan por los balances globales y donde él, las ideas que sostiene, las visiones e intereses, que bien representa, encuentren los foros para prosperar y extenderse más allá de las fronteras.
Para pasar a esas etapas, tan dramáticas como obligadas y prometedoras, hay que desatar primero los nudos que impiden las modificaciones constitucionales derivadas de los acuerdos de San Andrés. Gobierno, sociedad organizada (partidos incluidos) y los zapatistas tienen que abrir el proceso, largo y tedioso de la negociación para influir y terminar las vitales reformas al Estado, que tanta falta hacen para darle continuidad a sus luchas.