.
HORARIO DE VERANO: POLEMICA INFRUCTUOSA
Las
divergencias en torno a la aplicación o no del horario de verano
en la capital de la República y en otras entidades del país,
ha ido creciendo y ramificándose en iniciativas y ofensivas políticas
y publicitarias que no parecen tener más perspectiva que la confrontación
institucional innecesaria.
La nación tiene ante sí debates de mayor
fondo y trascendencia, y el México plural y democrático que
apenas emerge requiere concentrar su atención en asuntos realmente
sustanciales, entre otros, la superación de las pavorosas inequidades
sociales y de la miseria extrema; la consolidación de los procesos
de democratización; la formulación de nuevas reglas institucionales
para enfrentar circunstancias políticas inéditas; la redefinición
del pacto social; la construcción de una nueva relación entre
el país y sus pueblos indígenas; la propuesta de una noción
de soberanía acorde con el mundo contemporáneo; la desactivación
de los cacicazgos inerciales pero poderosos, que aún subsisten y
el diseño de una política económica que no se traduzca
en la depredación del tejido social.
Ante estas necesidades acuciantes, el debate por el horario
de verano parece un factor de dispersión y de pugnas estériles.
Dicho lo anterior, no puede ignorarse que el asunto se ha convertido en
un problema real, generado por una decisión que pudo ser correcta
o no desde el punto de vista económico y técnico pero que
fue implantada, en el sexenio pasado, con la arrogancia y el autoritarismo
característicos de las presidencias priístas y con un fundamento
legal por demás dudoso.
Los defensores de la medida aducen ahorros energéticos
importantes para el sector público así como una necesaria
sincronización con nuestros socios comerciales. Puede ser que tales
razones tengan fundamento, pero el hecho es que el entonces titular del
Ejecutivo se adjudicó una facultad que las leyes no le otorgaban,
que es la de fijar la hora y que, para colmo, lo hizo sin tomar en cuenta
el sentir de la población, como fue el estilo de gobernar de los
últimos presidentes del régimen que terminó el primero
de diciembre del año pasado.
De esa manera, el zedillismo heredó al país
un problema que no debió ser agigantado por los gobernantes actuales
--locales y federales-- de filiación política diversa. Si
el cambio estacional de horario tiene realmente una justificación
técnica y económica --especialmente, en los estados de la
República situados preponderantemente arriba del Trópico
de Cáncer, y en los cuales hay una variación perceptible
entre el invierno y el verano--, lo adecuado sería informar con
seriedad y transparencia a la sociedad de las ventajas del cambio, las
cuales, hasta ahora, resultan intangibles para el grueso de los ciudadanos,
y recabar su convencimiento antes de emitir decretos. Pero politizar e
ideologizar el reloj es una actitud superflua, venga de donde venga. Suficientes
desacuerdos genera el debate por el proyecto de nación como para
agregarles una disputa por la hora.
|