LUNES Ť 5 Ť MARZO Ť 2001
Hermann Bellinghausen
Modigliani
Tilín de campanas, talán, y luego el bang de un gong que se demora, un eco en las montañas que no encuentra por dónde salir y resuena hasta que solito se apaga.
A orillas del Sena, con su caña de pescar desatendida y la botella de ajenjo a medias, Amadeo se refugiaba de una guerra que hablaba por Europa y no las palabras.
Respiró el aire campestre en lo que entonces aún era las afueras de París. Pólenes peso pluma, algodonosos, venían a depositarse como velos de novia en las aguas del Sena. Con su lápiz trazó en un pliego desenrrollado la silueta de Urania tal como la recordaba, abierta de brazos sobre la cama, mirándolo con oscura intensidad, tan oscura como el sexo ensortijado que no tenía más raza que el deseo y las medusas submarinas.
Urania era su patria, y París su casa. En su estudio se apilaban óleos y tintas de ella en uso del cuerpo y los múltiples rostros de ese sueño inasible llamado Urania.
Un hombre tiraba de un caballo lento. Su rostro de "paysan" fascinó los ojos de Amadeo, que a punto estuvo de pedirle que se detuviera y le permitiera un retrato.
Es ilusión detener el mundo. Cada cuadro le confirmaba la agonía del momento perdido. Pintaba sin descanso las formas. Urania tendida era un "memento", como todas las muchachas que retrataba con furor incansable en su estudio mortecino.
Pero a Urania la amaba y no sólo la deseaba. Ella lo acompañaba a los bares y lo sostenía sobre los deliberados abismos de la intoxicación. Podía llorar en el pecho, en los muslos de Urania, hasta quedarse dormido. Ella le hundiría los dedos en el pelo, lo consolaría de lo que fuera.
Esta tarde no necesitaba consuelo. Se estaba bien allí. Imaginaba a Urania repitiendo "Amadeo, Amadeo" en un susurro de campanas y viento.
"Tengo y no tengo", escribió al calce del rápido dibujo. En un suspiro había trazado lo mínimo necesario para que Urania fuera revelada como la Urania que era.
La melancolía del joven animal que lo habitaba habló en su dialecto italiano y sintió una rara mezcla de sentimientos y aromas, la leche materna y las mieles espesas en los muslos de Urania. Llenó sus pulmones de aire justo a tiempo. Poco más sin respirar y se asfixiaba. Las campanas de la parroquia a sus espaldas le pareció un gemido feliz de Urania, su amante más completa jamás, y se adormeció, yéndose en ella.
Qué tarde más quieta. Qué luz tan azul. Qué Sena pestañeante y sin ribera izquierda o derecha. Despertó de noche a un cielo que le pareció pintado en las estrellas. Pero no. Eran luciérnagas. Guardó plumas y lápices, enrolló los pliegos de papel Ingrés y apuró el ajenjo restante.
Había que regresar a París. ƑLlegaría Urania esa noche a su piso? Montmartre era una selva insondable que la mitad de las noches la hurtaba, y tenía que buscar Amadeo consuelo en otros lienzos, en otras mujeres largas como santas que El Greco no hubiese osado desnudar pero él sí. Apuraría otras botellas del dulce veneno que mata la ausencia.