VIERNES Ť 9 Ť MARZO Ť 2001

Leonardo Garcia Tsao

Horizontes de gringueza

Por desuso, el western se ha convertido en una especie de pieza de museo que obliga al cineasta a adoptar una actitud solemne y respetuosa al regresar al género. Espíritu salvaje, tercer largometraje del actor Billy Bob Thornton, es otro ejemplo más de ese temido subgénero llamado western Marlboro, cuya estudiada exploración de una mitología no va más allá de una suerte de pintoresquismo viril.

La crítica literaria de Estados Unidos ha elogiado la prosa recargada y las reflexiones filosóficas de la novela homónima de Cormac McCarthy, en la que se basa el guión de Ted Tally. Esas deben ser sus principales cualidades pues la anécdota no da para mucho: en el Texas de 1949, un par de jóvenes vaqueros llamados John Grady Cole (Matt Damon) y Lacy Rawlins (Henry Thomas) deciden cabalgar al sur del río Bravo pues las opciones se han estrechado en su propia tierra. En el camino se encuentran con el adolescente Jimmy Blevins (Lucas Black), quien posee una natural tendencia a meterse en problemas.

Ya en México, Cole y Rawlins consiguen trabajo como domadores de potros salvajes en la hacienda del rico empresario Rocha (el panameño Rubén Blades), cuya hija Alejandra (la española Penélope Cruz) inicia un romance con Cole. Eso no cae bien en la familia y una tía Alfonsa (la puertorriqueña Miriam Colón) toma cartas en el asunto. Los dos amigos gringos son despojados de sus caballos y encerrados en la temible cárcel de Saltillo.

Espíritu salvaje parte de la idea, común en el western crepuscular, de utilizar a México como un terreno donde el hombre del Oeste podrá proseguir la vida aventurera. Sin embargo, ni Thornton ni Tally plantean algún concepto dramático ajeno a los tópicos de siempre. El personaje de Alejandra -interpretado por Cruz como una versión morena de la patita Daisy- le atrae a Cole por ser bonita, voluntariosa y exótica, pero nada más. El personaje no existe fuera de esos adjetivos.

Asimismo, la noción de nuestro país obedece a los viejos lugares comunes de ser un sitio corrupto, grasiento y peligroso, con ecos de otras películas superiores. Un grupo de peones admirarán cómo los vaqueros gringos doman potros, como lo hizo el Indio Bedoya con Gregory Peck en Horizontes de grandeza (William Wyler, 1958). Los únicos mexicanos nobles son los indígenas, siempre dispuestos a ayudar al extranjero desvalido como en El tesoro de la Sierra Madre (Huston, 1948). La música de Marty Stuart tampoco escapa a ese reflejo condicionado: en cuanto aparece el río Bravo suenan las trompetas de mariachi y las guitarras plañideras.

Lo mexicano no es la única víctima de esa mirada superficial. En su búsqueda de una resonancia mítica, el realizador adopta una pose contemplativa y un pausado ritmo narrativo, como si las tomas pretensiosas (en cámara lenta, claro) de jinetes bravíos sobre caballos al galope fueran suficientes. Thornton debería revisar los grandes westerns de Ford, Hawks, Mann o Peckinpah para aprender que la mitología se desprende de las acciones de sus personajes, no de una actitud preconcebida. De haberlo hecho, quizá no hubiera desperdiciado la llamativa figura de Blevins, el único fiel al planteamiento adolescente de la novela, (Damon y Thomas son más bien treintones) y con un potencial de ser un conflictivo Billy the Kid de la posguerra.

El revisionismo de Thornton lo lleva a un homenaje -quizás involuntario- a los westerns de Gene Autry o Roy Rogers, aquellos donde la verdadera historia de amor yacía entre el vaquero y su caballo. Sólo así se explica que el protagonista de Espíritu salvaje se esfuerce más por recuperar a sus potros, que el corazón de su lovely seniourita.

 

ESPIRITU SALVAJE

(All the Pretty Horses)

D: Billy Bob Thornton/ G: Ted Tally, basado en la novela de Cornac McCarthy/ F. en C: Barry Markowitz/ M: Marty Stuart/ Ed: Sally Menke/ I: Matt Damon, Henry Thomas, Penélope Cruz, Lucas Black, Rubén Blades/ P: Miramax para Columbia Pictures. EU, 2000.

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