domingo Ť 11 Ť marzo Ť 2001
Guillermo Almeyra
Sobre marchas y constituciones
Ferdinand Lasalle, que era un jurista y un político, decía que la Constitución está en la boca del cañón. O sea, en palabras pobres, que dependía de la existencia de una relación de fuerzas tal que permitiese hacerla respetar. Esto es bueno recordarlo en tiempos de marchas, como la de los indígenas ecuatorianos o los chiapanecos o la de los obreros argentinos de la Confederación del Trabajo Argentina (CTA) que buscan cambiar leyes sociales o incorporar los derechos indígenas a la Constitución. Es fundamental, en efecto, ganar la batalla de la información y la opinión pública (para debilitar los aparatos de dominación que mantienen confundida y oprimida a la mayoría y permiten gobernar a la minoría) pero aún más esencial es concretar alianzas basadas sobre objetivos mínimos comunes con quienes no son sindicalistas o indígenas pero forman parte del pobretariado.
Esas alianzas se construyen en torno a puntos programáticos nacionales: no sólo la justicia y la democracia, fundamentales pero que no dan la comida diaria, sino también la defensa de los precios de los productos de los pequeños campesinos (muchos de ellos indígenas), la lucha contra la corrupción, la propuesta de un presupuesto alternativo, la defensa de los derechos laborales y humanos de los no sindicalizados (en las maquilas, por ejemplo), la adopción y aplicación directa de planes regionales, concretos, de desarrollo, sustentables desde el punto de vista ambiental y social, la lucha contra el corporativismo y el verticalismo decisionista. En una palabra: si se quiere una conquista legal -un subproducto del cambio de la relación de fuerza entre las clases y de la construcción de poder desde abajo frente al poder de las trasnacionales y los gobiernos al servicio de las mismas- es necesario proponer otro proyecto de país y comenzar a llevarlo a la práctica.
En los países con viejas culturas indígenas durante mucho tiempo las clases gobernantes -mestizas o blancas- construyeron la cultura oficial, conservadora, populista o nacionalistarrevolucionaria, con un homenaje hipócrita al pasado grandioso de los indios muertos. Los conservadores, más que los liberales -que eran y son asimilacionistas-, se especializaron en alabar a los indígenas que en la Colonia que deseaban restaurar eran súbditos protegidos. Pero ahora, con la mundialización, no sólo hay un cambio básico en las políticas de los sectores gobernantes sino que hay también un cambio de élite. Pasan al timón del gobierno y del Estado personas ligadas a las trasnacionales, con su mente orientada hacia los grandes centros del capital financiero, gente que no depende del mercado interno ni del clientelismo, por fuerza ejercitado en los límites del maltrecho Estado-nación, sino de las exportaciones de las trasnacionales, de las inversiones de éstas, de las órdenes de las mismas. Esa gente no tiene para nada en cuenta el factor humano y si debe negociar con los protestatarios es sólo para lograr una imagen democrática que les dé mejores posiciones para ejercer la dominación, a la espera del tiempo en que les sea posible reprimir directamente a esos globalifóbicos sin pagar un precio político demasiado alto en términos de estabilidad, porque eso asustaría a los inversionistas. Eso vale para el Ecuador, como lo confirman los hechos, pero también para la Argentina, como lo muestra la aprobación formalmente inmunda de una ley antilaboral igualmente inmunda y también para los demás países de nuestro continente.
No es cierto que los gobernantes no tienen planes de gobierno: los tienen. Son los de las trasnacionales para las cuales los que protestan son desechables, sobrantes, "excedentes" y lo esencial, la función del Estado, es garantizar las ganancias de del capital financiero. A esos planes hay que oponer otros, incluyentes, que abarquen las reivindicaciones concretas de los sectores que se niegan a desaparecer pero que vayan más allá, proponiendo una alternativa general opuesta a la dictadura antinacional del capital financiero. Porque los indígenas, salvo en unos pocos países latinoamericanos, no son mayoría ni lo son tampoco los obreros y menos aún los desocupados. Ahora bien, de lo que se trata es de disputar las cabezas de las mayorías a las minorías que cuentan con el aparato del Estado, los medios de comunicación y el poder del mercado. Para hacerlo se necesitan tres cosas: ideas-fuerza, capaces de unir fuerzas heterogéneas, una política incluyente, no dogmática, y un ejemplo práctico de aplicación de la democracia, de supresión del sistema de jefes o caudillos, que tanto daño ha causado a los movimientos sociales latinoamericanos.