DOMINGO Ť 11 Ť MARZO Ť 2001
MAR DE HISTORIAS
El móvil
* Cristina Pacheco *
A la puerta del taller siguió llegando gente. Muchas eran personas que iban de paso y al ver la aglomeración preguntaban cuál era el motivo. Nadie se atrevía a contestarles. Algunos curiosos se iban decepcionados, otros luchaban para ver más de cerca a Ignacio.
Permanecía de pie a mitad del taller, sonriéndonos, como si le agradara nuestra presencia. Llevaba el suéter pardo, los pantalones oscuros, los zapatos escarchados de aserrín y el lápiz amarillo en la oreja. Lo único distinto era el sudor que le pegaba en la frente los mechones de pelo y el martillo enrojecido en la mano.
Por lo demás, era el mismo Ignacio al que frecuentábamos desde niños. Con el tiempo había heredado el taller y el oficio de carpintero. En el barrio gozaba de buena fama por las excelentes reparaciones, los precios considerados y una historia personal que esa mañana acababa de terminar. La prueba era el martillo que Ignacio aún sostenía en la mano derecha. Parte de la herramienta heredada de su padre, ahora estaba teñido de rojo. Me resistía a aceptar que fuera sangre y estuviéramos a la espera de una confesión.
Sólo se escuchaban las voces de los recién llegados. Los demás nos manteníamos en silencio, esperando a la patrulla. Muchas veces habíamos solicitado su presencia para librarnos de algún sospechoso o de un ebrio impertinente. Esta vez era distinto y pensé en Rosa, la mujer de Ignacio. Debía de estar tirada en la habitación conyugal. La aislaba del taller una cortina de cretona floreada.
El viento la movió y se escuchó el tintineo de un móvil metálico. Rosa lo compró en el barrio chino la Navidad pasada. Me pidió que la acompañara al Centro. Recorrimos muchas tiendas. Los precios inaccesibles la llevaban a quejarse todo el tiempo de su vida. Nunca mencionó a Ignacio pero todo iba dirigido a reprocharle su incapacidad de darle un hijo y de ganar más dinero.
Cuando regresamos a la vecindad Rosa me invitó a pasar a su casa. La ayudé a subirse en un banco para colgar el móvil sobre la cortina de cretona. Lo acarició, lo agitó: "ƑA poco no suena bonito?" La pregunta iba dirigida a mí pero fue Ignacio el que respondió: "Sí, alegra". Rosa pareció no oírlo. Me preguntó si no se me antojaba una cuba. Al ver la expresión inquieta de Ignacio rechacé la invitación.
Fue inútil que me negara a beber con Rosa. Por la noche, sobre la música de la radio puesta a todo volumen, escuchamos sus gritos, sus reclamaciones, el golpe de los muebles al caer y los gemidos y las protestas de Ignacio. Como tantas otras veces dije: "Pobre. Deberíamos llamar a la patrulla". Reynaldo, mi marido, me lo prohibió: "ƑTú qué te andas metiendo? Ignacio es hombre, ya sabrá cómo solucionar sus problemas".
Nunca me imaginé que Ignacio arreglaría así la situación. Al verlo con el martillo en la mano me horrorizó pensar en que su vida había sido terrible y aún le faltaba lo peor: los interrogatorios, la confesión, el proceso, la cárcel...
II
Al fin un policía lo tomó del pelo para obligarlo a inclinar la cabeza, otro le torció el brazo y le golpeó la pierna con la rodilla. "šMuévete, cabrón!" Nos apartamos para dejarles paso libre hacia la calle y los seguimos hasta la patrulla estacionada con las portezuelas abiertas. Lo metieron a empujones, con violencia innecesaria ante su mansedumbre. Protesté: "Oiga, no lo maltrate. El señor no se está resistiendo". El policía hizo caso.
Arrancó la ambulancia donde acababan de introducir el cuerpo de Rosa y la siguió la patrulla. Nos quedamos mucho tiempo en la calle.
La puerta del taller permanecía abierta. Me asomé. "Voy a cerrarla", dijo la portera. Mi cuñada Porfiria se opuso: "No. ƑQué tal si luego vienen a hacer investigaciones y nos salen conque la cerramos para ocultar algo?". "ƑEntonces?" ųinsistió la portera. "Hay que cerrarla", afirmé.
Desde la puerta vi la mesa con la garlopa, el buril, los cinceles. Junto al serrucho colgado en la pared descubrí la sombra del martillo. Al terminar su trabajo, ya muy tarde, Ignacio, como parte de su rutina, lo devolvía al sitio donde lo colgaba su padre. Era prueba de la devoción a su memoria.
Junto a la mesa estaba el huacal en que Ignacio se había sentado con el martillo entre las manos. Recordé su confesión. No iba dirigida a nadie en especial, pero varias veces se calló y me miró. No puede sostenerle la mirada. Ojalá no haya creído que era miedo o desprecio. Fue nada más dolor de escucharlo.
III
"Me cansé. Eso es todo", fue lo primero que dijo. Algunas personas retrocedieron, como si Ignacio fuese a golpearlas también. El se dio cuenta y se rió. Volvió a quedarse en silencio, atento a la radio que seguía sonando junto al cadáver de Rosa.
"Esa canción le gustaba mucho", dijo Ignacio, y balanceó suavamente el martillo al ritmo de la música. "Era alegre, pero no conmigo. Hay situaciones que uno jamás entiende, ni aunque les dé muchas vueltas". Me miró y sentí que me pedía una explicación.
Rosa y yo nos hicimos amigas desde que se casó con Ignacio. Tenía muchos sueños: una familia grande, irse de aquí pronto y para siempre. Sólo éste se le cumplió, pero no como ella lo había planeado. La envenenó la frustración del otro sueño. Me lo dijo muchas veces, arrepentida y hasta horrorizada de la violencia que descargaba contra Ignacio: "Lo veo y me dan ganas de tirármele encima. Por más que quiero no puedo controlarme y ya cuando acuerdo estoy insultándolo y golpeándolo. No se defiende porque sabe que él tiene la culpa de todo lo que nos pasa. Ya nos lo dijo el médico".
Al principio yo era su única confidente, después hubo otras. En los últimos tiempos a Rosa le dio por irse a beber a la cantina que está junto a la fábrica y divertir a los hombres con chistes sobre Ignacio. El le suplicaba que no lo hiciera. Ella le respondía con injurias y bofetadas. Fue lo que oímos la mañana en que Rosa murió, sólo que aquel día por primera vez escuchamos la voz de Ignacio y el grito de ella: uno solo.
No esperé a que Reynaldo me diera autorización y salí corriendo rumbo al taller. La puerta estaba cerrada y toqué: "Ignacio, Rosa, Ƒqué pasa?" Nadie me contestó, pero la música que había sonado fuerte se oyó más bajita. Toqué más fuerte. Golpeé de nuevo. Aparecieron algunos vecinos y los primeros curiosos.
Al fin Ignacio abrió la puerta. Nos vio y se hizo a un lado, como si hubiera estado esperándonos. No nos movimos. El alzó los hombros y regresó junto a la cortina de cretona. Se detuvo, ladeó la cabeza, levantó el martillo y lo pulsó, como si quisiera calibrar su peso. Tuve un presentimiento: "ƑY Rosa?".
Ignacio giró hacia nosotros, sonrió, movió la cabeza y, sin soltar el martillo, cruzó las manos por delante, como si estuviera montando guardia: "Me cansé. Eso fue todo", repitió. Los intrusos que acababan de llegar pedían explicaciones. La portera, impaciente, hizo un resumen en voz alta: "Parece que el señor tuvo un problema con su señora". "Ah", comentó un joven a mi lado, y luego desapareció.
Llegaron dos policías. Uno se detuvo a preguntar quién los había llamado. El otro, con más experiencia, se fue directo a la cortina, la corrió y gritó: "Pa su mecha..." Por órdenes del primer uniformado retrocedimos. Luego se acercaron a Ignacio que murmuró, antes de que le pusieran la mano encima: "Me cansé, eso fue todo."
Recordé esas palabras cuando entré en el taller para apagar la luz. Nunca supe a qué se refería Ignacio: a la fatiga que le había provocado su vida de humillaciones, o al esfuerzo que había hecho para acabar con Rosa de un solo golpe.