DOMINGO Ť 11 Ť MARZO Ť 2001

Carlos Bonfil

Bailando en la oscuridad

Del realizador danés Lars von Trier (Europa, Rompiendo las olas, Los idiotas) se conoce y valora continuamente su promoción de la propuesta colectiva llamada Dogma 95, que otros cineastas han respetado en obras de fuerte densidad dramática (Celebración), y ocasionalmente replanteado mediante estupendos recursos humorísticos (Mifune). Lo que no siempre se considera cabalmente es el talento de este director para dirigir actores. Sus innovaciones formales han capturado siempre la atención y eclipsado un poco la vigorosa construcción de sus personajes. En su cinta más reciente, Bailando en la oscuridad (Dancer in the dark) la cantante de rock islandesa Björk ofrece una caracterización formidable como joven obrera checa en una fundidora estadunidense, y su actuación está casi al nivel de la de Emily Watson en Rompiendo las olas. La sorpresa es mayor y más estimulante por ser Björk una actriz no profesional, y por lograr el director extraer de dicha condición el capital de espontaneidad que Jean-Luc Godard obtuvo en 1962 de la joven franco-danesa Anna Karina en Vivir su vida. Bailando en la oscuridad conquistó el año pasado la Palma de Oro del festival de Cannes y el premio a la mejor interpretación femenina, todo en medio de una fuerte polémica en la que se manifestaron, en proporciones casi iguales, el rechazo absoluto y la adhesión más entusiasta.

La propuesta novedosa del film es asociar dos géneros en apariencia irreconciliables: la comedia musical y el melodrama. La cinta se rodó en Suecia y Dinamarca, pero el territorio evocado es una zona industrial del estado de Washington. La acción transcurre en los años sesenta. Selma (Björk) padece una enfermedad progresiva que la conduce a la ceguera. Tiene un hijo de trece años que ha heredado su mal, pero que podría erradicarlo mediante una operación costosa, para la cual la madre ahorra dinero. Lo que sigue es un catálogo de calamidades: un robo, un crimen y un proceso injusto. Estamos de lleno en el terreno del melodrama hollywoodense. Un poco Stella Dallas (King Vidor, 1937), otro poco, Sublime obsesión (Douglas Sirk, 1954), y mucho más, los delirantes sufrimientos que D.W. Griffith imponía a Lillian Gish en melodramas silentes. A lado de esta abnegación materna surge la lealtad sin falla de una compañera de trabajo, Kathy (Catherine Deneuve), quien acompaña a Selma en su itinerario de desgracias.

En un territorio laboral inhóspito que visualmente evoca las austeridades del socialismo real, Selma cultiva el gusto por los musicales de los años treinta (muy en particular, Busby Berkeley), obtiene el papel de María en una representación local de La novicia rebelde (The sound of music), y consigue una liberación virtual, fantasiosa, a partir del enunciado gozoso de "sus cosas favoritas". La irrupción de la música marca también el despliegue de la maestría técnica de Lars von Trier: utilización óptima de la cámara digital, zooms espectaculares, panorámicas que incluyen la multiplicación de puntos de vista (se menciona el recurso simultáneo a cien cámaras), y coreografías laborales que son homenaje al Jacques Demy de Una habitación en la ciudad (Une chambre en ville, 1982).

Lars von Trier presenta la lenta eliminación del campo visual de la protagonista, y paralelamente, a manera de caleidoscopio, su registro final de la realidad visible. Contrariamente a la comedia musical, donde las canciones prolongan o enuncian de modo distinto los parlamentos, en Bailando en la oscuridad, las melodías (estupendas) son ruptura dramática y enunciación de una realidad alterna. La música redime a los personajes, reconcilia los opuestos, y supone una fuga feliz hacia el territorio de lo inverosímil y de las posibilidades inagotables. ƑQuién podría así reprocharle a una película cuyo punto de partida es la exaltación de lo fantástico, que cumpla cabalmente su objetivo? Se entiende que la cinta desconcierte, y por ello produzca irritación y enfado. Lo incomprensible sería pensar que un cineasta con el talento de Lars von Trier pueda incursionar con candidez y torpeza en sus propias obsesiones de cinéfilo sin subvertirlas lúdicamente, sin conferirles una calidad y textura nuevas, sin aprovechar imaginativamente la tecnología digital. Añádase a esto la revelación de Björk, la presencia de Deneuve, la inteligente reelaboración del musical por vías de un abandono sensual al melodrama, y habrá que reconocer que la superficialidad que en ocasiones se atribuye a esta cinta, se expone mucho más en las certidumbres satisfechas de sus propios detractores.