viernes Ť 16 Ť marzo Ť 2001

Fabrizio Mejía Madrid

ƑQuién le teme a San Andrés?

Los duros críticos de la reforma constitucional sobre los derechos y las culturas de los indígenas parten de dos equívocos para desacreditarla: que el crecimiento de las diferencias grupales se contrapone a los derechos individuales, y que las autonomías regionales atentan contra la unidad nacional. Es natural suponer que los derechos que se ejercen en colectivo son opuestos a los ejercidos por individuos. Pero no es así. No existe otra forma de ejercer un derecho individual más que dentro de una comunidad cultural dada. De lo que se trata ahora es de agregarle a los derechos individuales otros definidos por la pertenencia a una comunidad, de tal forma que los indígenas tengan una ciudadanía dual: los derechos garantizados en la Constitución de la República y los derivados de sus autonomías. Para los legisladores, la sola mención de "usos y costumbres" invoca la imagen del indio teocrático, patriarcal, golpeador de mujeres, expulsador de los disidentes. Al margen de que la discriminación hacia las mujeres y los cacicazgos no son privativos de las comunidades (las muertas de Ciudad Juárez y las "técnicas de disuasión" usadas por los grupos porriles en las escuelas no dejan espacio para hipocresías), y de que cualquier forma de autoridad política implica por definición restringir la libertad de quienes se sujetan a ella (pagar impuestos o hacer el servicio militar nunca han sido actividades libertarias), la iniciativa que se discute separa las dos caras de la autonomía: al interior de las comunidades se vigilará desde los tres niveles de gobierno el que no se pueda limitar la libertad de sus miembros en nombre de la solidaridad de grupo o la tradición, y se incluyen varias previsiones con respecto a la igualdad de las mujeres; hacia el exterior lo que se intenta es limitar el impacto que las decisiones de la mayoría étnica tienen sobre las cuestiones importantes para la cultura de las minorías indígenas, como son la educación, el desarrollo de sus recursos, el uso de su lengua en asuntos públicos, o la forma en que se toman las decisiones. Esta última es acaso la más atacada por los duros críticos; el indio es antidemocrático. Otra vez al margen de los casos de Tabasco, Yucatán o la CTM, la forma en que las comunidades actuales toman decisiones respeta los dos principios que subyacen a la democracia constitucional: que la autoridad legítima precise del consentimiento de sus gobernados y que se someta a revisiones periódicas. Si pensamos juntas ambas caras de la autonomía, la intragrupal y la intergrupal, lo que tenemos es a un ciudadano que puede mantener su forma de vida, si así lo desea, que tiene la posibilidad de saltar de un conjunto de derechos individuales a los de su comunidad y viceversa. No importa de qué naturaleza sean; los dos tipos de derechos son, de hecho, ejercidos por individuos. Y, en virtud de ello, los derechos comunitarios propuestos en la reforma no tienen nada que ver con la supuesta "primacía de los derechos de grupo sobre los individuales", sino que se refieren a que la justicia entre las minorías y la mayoría étnicas exige que a los miembros de grupos diferentes se les concedan derechos diferentes, en vista de que la simple "igualdad jurídica" los ha excluido de la nación.

La argucia de quienes dicen que dotar a los indígenas de una ciudadanía dual atenta contra la unidad y la estabilidad cae por sí misma: no otorgarla podría significar el comienzo de la secesión. De acuerdo a las 42 etnias representadas en el Congreso Nacional Indígena, la paz es la autonomía; su rechazo sería la guerra. Pero más allá de ese dato, la estabilidad democrática no es algo que se mantenga sólo con instituciones justas, sino que depende en buena medida de la disposición de los ciudadanos a tolerar, apoyar, participar y responsabilizarse de lo público en sus localidades. De hecho, podría decirse que no existe libertad y equidad más significativa que la que puede ejercerse dentro de la propia vecindad. Si se facilita la participación significativa de las comunidades indígenas en los asuntos públicos, se fomenta la sensación de pertenencia y de responsabilidad mutua con el resto de la nación. De hecho, la demanda de representación especial nunca va acompañada de un cuestionamiento a la autoridad central. Y, en el caso de la reforma, el deseo de formar parte del país es nítido: la redistritación para fortalecer la legitimidad de las autoridades electas en zonas indígenas conectará políticamente a los pueblos con la Federación. La unidad nacional no estaría en riesgo, sino todo lo contrario. La reforma planteada implica una revisión de la pertenencia a la nación, no un rechazo: la idea misma de que los indígenas tengan una ciudadanía presupone el deseo de quedarse. Semejante decisión --a pesar de los siglos de desdén y abandono por parte de la mayoría étnica-- contiene una diferencia con respecto al pasado; que quedarse no implique que los indígenas tengan que abandonar sus culturas para evitar la pobreza extrema, la discriminación o la injusticia.

La identidad se basa tanto en la pertenencia como en la realización; una es comunitaria, la otra personal, pero son indivisibles. Al final, lo que todos tratamos, indígenas y no indígenas, es mejorar la vida. Sabemos que las vidas no mejoran si son dirigidas desde afuera, en función de valores y criterios que las personas no aceptan. La mejor vida posible es la que decidimos por nosotros mismos y el hecho de poder equivocarnos es importante. Durante siglos la mayoría étnica ha protegido a las minorías de su propio derecho a equivocarse y los errores que los marginaron y excluyeron son una responsabilidad de todos, menos de los indígenas. Ahora les toca a ellos reivindicar su derecho a equivocarse.