viernes Ť 16 Ť marzo Ť 2001
Horacio Labastida
ƑCesarismo a la vista?
El cesarismo, bonapartismo o bismarckianismo apareció en Francia en los fines del siglo XVIII, al asumirse dictador Napoleón Bonaparte, con motivo del golpe de Estado del 18 Brumario (noviembre 9-10, 1799), por virtud del cual estableció el gobierno autoritario del primer cónsul apuntalado en un amañado mandamiento plebiscitario; poco después, acogiéndose a otro manipulado plebiscito (1804), se coronó emperador. En este proceso ascendente, replicado por Luis Napoleón hacia 1852, El Gran Corso vería cómo se enhebraba el ejercicio del poder con los intereses hegemónicos de las clases financieras e industriales que desde los entretelones de la Revolución aspiraban al dominio de Europa. En realidad, el movimiento revolucionario se hallaba abatido por el fracaso de los ideales declarados en la Constitución de 1793, cuando la crisis de Robespierre. Enormes cascadas de corrupción, incapacidad para defender Francia del embate extranjero y un generalizado desencanto popular, que atizaba deseos colectivos de estabilidad y orden, demolían la antes entusiasmada voluntad social de cambio. La única salida en el horizonte político era la reputada figura de Napoleón, esculpida en proporciones gigantes por su triunfo, en Toulon, sobre los ingleses, y con la derrota austriaca en Italia. Y este juego dialéctico entre la imagen de un Napoleón aureolado y la violencia disolvente de los comités de salud pública, creó el clima que propició el cesarismo napoleónico.
El talento de Marcos Kaplan, que advertí en el lejano 1969 al leer la edición chilena de La formación del Estado nacional en América Latina, ha hurgado y hallado las semillas de un neobonapartismo en la Venezuela de nuestros días. La cuna de Simón Bolívar no encuentra el reposo democrático en que la soñara Rómulo Betancourt durante sus acuciantes presidencias de la República. Ni en la época de Raúl Leoni, sucesor de Betancourt, ni en los años de Rafael Caldera, el socialdemócrata, ni en los de Carlos Andrés Pérez o Luis Herrera Campins, la prosperidad petrolera trajo calma y sosiego. Por el contrario, la riqueza de las venas del diablo, así llamó López Velarde a los hidrocarburos enterrados, acaudaló a los acaudalados, empobreció a los pobres y acentuó la dependencia de la sociedad venezolana respecto del capitalismo mundial representado en lo político por las autoridades de Washington. En medio de una aparentemente irremediable crisis, la vuelta de Andrés Pérez y sus planes de ajuste inspirados por el FMI, originó desde el fondo de las contradicciones internas, el Caracazo de 1989 y el coup d'Etat de 1993, con la participación de Hugo Chávez y su encarcelamiento hasta el siguiente año. Antes fue enjuiciado Carlos Andrés Pérez y destituido por manejos administrativos poco claros, sin que los sucesores acertaran la manera de menguar el infortunio del país. En su texto Neocesarismo y constitucionalismo. El caso de Venezuela (México, 2001), Kaplan informa que en la Venezuela de hoy, precisamente en el país que ocupa tercer lugar como exportador de petróleo crudo y dispone de las mayores reservas fuera del Medio Oriente, 80 por ciento de la población sobrevive en una lamentable y continua pobreza. Y estas condiciones reproducen en la cuna de Bolívar un clima dialéctico semejante al del encumbramiento de Napoleón. Una extensa masa desesperada, desilusionada y burlada por conservadores y liberales, percibe en Chávez al militar redentor que denuncia el engaño democrático cristalizado en Andrés Pérez y sucesores; y en calidad de candidato de Polo Patriótico, que incluye el Movimiento Quinta República y otras tendencias políticas, en los comicios de 6 de diciembre de 1998 vence a los opositores con casi 57 por ciento de los sufragios, y a partir de entonces, igual que Napoleón en el puente que lo llevó de primer cónsul a emperador, cargado de poderes especiales y en conflicto con el Congreso y el Poder Judicial, inaugura un constituyente dominado por el Polo Patriótico chavista, se hace relegir presidente por la flamante asamblea, y usando toda su fuerza gravitatoria logra la aprobación de un flamante código supremo. De inmediato y siguiendo pasos de El Corso, acude a formas plebiscitarias para acreditar el consentimiento popular a favor de la Constitución vigente a partir de diciembre 29 de 1999. Ahora Venezuela se llama República Bolivariana de Venezuela, tiene un presidente virtualmente dispuesto al uso de facultades extraordinarias y a defenestrar, con apoyos plebiscitarios, los cuerpos legislativos. Junto con los tres poderes clásicos, el Estado venezolano dispone además de un poder político y de un poder electoral, y nada hay en la Constitución que obstaculice la aplicación del neoliberalismo que tonifica el capitalismo trasnacional. La declaración del subsuelo como dominio nacional y la reserva de la industria petrolera en el Estado no garantizan que tales recursos sean orientados al bien común. Lo fundamental es la función que cumplen, y ésta puede acomodarse a los modelos del capital privado, a pesar de la naturaleza pública que se les atribuye. Así está sucediendo en México con la electricidad y el petróleo.
El gobierno de Chávez se corresponde en mucho con un bonapartismo alimentado en la notoria incapacidad de los gobiernos anteriores para reproducir las relaciones económicas, el poder político y la ideología de tipo elitista y dependiente que sustenta al tradicional sistema estatal. La otra cara del populismo plebiscitario que ahora se maneja en Venezuela muestra que las reglas del libre mercado y la inversión ilimitada están en marcha en el mismo sentido que lo están en América Latina, con la excepción de Cuba. No se olvide que en el futuro inmediato, en Quebec, resultará aprobado el Acuerdo Latinoamericano de Libre Comercio (Alalc), a semejanza del TLC estadunidense; y en esta situación nos preguntamos, Ƒel bonapartismo no es en verdad un instrumento apropiado para enfrentar graves inestabilidades nacionales y asegurar el dominio multinacional en el Nuevo Continente?
Conclusión final. El caso de Chávez prueba que el bonapartismo es una forma política de rescate de los intereses elitistas cuando el Estado que los representa es incapaz de reproducir las relaciones económicas, políticas e ideológicas en que se apoyan tales intereses.