DOMINGO Ť 18 Ť MARZO Ť 2001

Yuriria Iturriaga

Lo "indio" que llevamos dentro

Ya en la infancia me sorprendía no encontrar un sujeto bien definido para la palabra "indio" (habiendo sufrido desde niña la exigencia paterna de la precisión en el lenguaje), pues "indios" eran en general los campesinos, incluida la jovencita doméstica de ojos más claros que los míos; "indio" era también -dicho conmiserativamente pero en voz baja para no ofender o, al contrario, en pintas callejeras para conseguirlo- un buen rector de la UNAM o un mal presidente de la República. Hacerse calificar de "india" era sin la menor duda recibir un insulto, mientras que en los libros de historia los "indios" como el de Guelatao nos inflamaban de patriotismo. Aunque en el caso de este último quedaba la sospecha de que dejó de ser "indio" cuando se escapó del campo para ir a estudiar a la ciudad y cuánto más al llegar a presidente, desprendiéndose la reconfortante idea de que todo mexicano puede dejar de ser "indio" si quiere y se esfuerza en "progresar".

Viví cerca de un año en Santiago Laxopa y comprendí muchas cosas que el subcomandante Marcos dijo en 1994 y sigue expresando mucho mejor de lo que yo soñaría hacerlo. Comprendí que había que actuar contra la inhumanidad de la situación en que viven los campesinos de etnias originarias de nuestro continente, que no "indios". Pero el valor no me alcanzó más que para ir por ahí diciendo que la palabra "indio" debía ser abolida del lenguaje culto para dejarla donde siempre estuvo: en el basurero semántico que construyeron los españoles al calificar como indigno y maléfico todo lo que les fue ajeno e incomprensible.

Connotaciones aquellas que, con muchas otras despreciables, conforman hasta hoy día el sentido de la palabra "indio" para la inmensa mayoría de los mexicanos.

Lo que tardaría mucho más tiempo en revelarse a mis ojos es que el ser mexicano lleva "un pinche indio" dentro y que es éste el secreto de su infinita susceptibilidad individual y social, que es por "eso" que muchos esconden la mano cuando debieran estrechar la de alguien de "clase inferior", que en ello está la clave del valor generalizado de la corbata y los zapatos o del prefijo Lic., de las permanentes y las luces coloradas en los cabellos negros y lisos, de los coches y las casas a cual más de grandes, de los nombres propios con consonancia anglosajona o gala, de la famosa disposición a "defenderse" con armas asesinas o mutiladoras desde que se cree percibir una ofensa. Sí, el ser mexicano es un ser "sentido", como jarrito de barro, porque muy delgada es la capa de su identidad asumida y aceptable y, en cambio, la menor crítica o simple alusión no confortadora del propio "yo", pareciera desnudar con violencia su despreciable "meollo indio". Herida histórica que se pudrió bajo una falsa cicatrización y que en cada mexicano, de cualquier clase social y sin por ello ser un pueblo de mayor maldad que otros pueblos, dicta, incluso a veces involuntariamente, el mal trato hacia el que "se ve más indio que uno".

La extraordinaria dimensión del hombre, soporte de ese "nosotros" que se nombra Marcos, está antes que todo en la humildad de que fue capaz para llegar a escuchar "al otro", sin prejuicios de mexicano, y para llamar a esos "otros" como éstos se llaman a sí mismos, con sus propios giros de lenguaje y formas de explicar la realidad. Sin restarle los talentos personales que sin duda posee, creo que deberíamos respetar su voluntad de desaparecer como individuo y tratarlo como el ser anónimo que escogió ser: el que sólo lleva la voz de aquellos a quienes escuchó con inteligencia para poder llevar sus puntos de vista hasta nosotros.

Nosotros, quienes nunca les hubiéramos prestado atención a aquellos, no tanto por un problema de idioma como por su "grado de indianidad". Sólo fue gracias al hombre que quiere el anonimato y que comprendió la función estratégica y subordinada de Marcos, que los demás respondimos como estaba previsto: alertando el oído por curiosidad o temor hacia el "líder guerrillero de los indios". Pero ahora, si escuchamos bien, lo que se dice bien a Marcos, la presente etapa exige mayor comprensión del mensaje profundo y menor atención al fenómeno del portavoz "crecido por nosotros". Si no, preguntémonos: Ƒcuántos pueden identificar con su nombre de batalla los ojos de este o aquella comandante o comandanta? No es por malevolencia que el ama de casa no identifica en la calle al plomero que acaba de pasar por su cocina, ni por odio que el Lic. no reconoce a su chofer fuera de contexto, pero ya es tiempo de que se publiquen e impriman en todo tipo de materiales acercamientos de los otros protagonistas con pasamontañas. Tal vez así dejen de ser para tanta gente "indios manejados por Marcos" (para bien o para mal, según la buena o mala conciencia del espectador). Tal vez así se den menos motivos a la insoportable envidia hacia el sup de algunos legisladores e intelectuales (siendo tan mala consejera como es la envidia en lo de legislar y analizar). Tal vez así cesemos de hacer el juego a los detractores del movimiento zapatista, "infantilizado" a fuerza de hacerlo parecer "bajo el ala" del único que supo ponerse en el papel correcto junto a ellos.

Y tal vez así comprendamos al fin (la gente de buena fe, porque la otra va a morir en la mentira) que el reconocimiento constitucional de las particularidades de una parte de la población mexicana y, en consecuencia, de los derechos a que estas particularidades dan lugar, no sólo es una cuestión de justicia y ética, de derechos humanos y sociales compartidos, sino que será el principio de la curación definitiva de nuestra herida histórica nacional. Porque en la medida que todos los mexicanos reconozcamos la legitimidad de los derechos y el derecho a la dignidad de los indígenas (que no "indios") de las distintas etnias de nuestro país, conseguiremos modificar en nuestro imaginario la parte "india" de nuestro innegable mestizaje y, en vez de brincar con violencia o de "sentirnos" cuando pensamos que alguien nos descubrió al "pinche indio" que llevamos dentro, se nos dilate el pecho de orgullo al descubrir voluntaria, sinceramente y en público la parte indígena de nuestra identidad.