DOMINGO Ť 18 Ť MARZO Ť 2001

Javier Wimer

El blindaje constitucional

La Constitución mexicana ya cumplió 84 años de vida y se arrastra, penosamente, entre dos siglos. Lleva a cuestas los agravios de la vejez y las cuatrocientas enmendaduras que, con el pretexto de perfeccionarla, le han encajado los guardianes de sus virtudes originarias.

Como resultado de estas reformas, la Constitución se nos representa menos como una norma suprema o ley de leyes y más como un palimpsesto o monumento o arco del triunfo donde se inscriben las apoteosis jurídicas de nuestros gobernantes. No un código eficaz, sino más bien un fetiche al que todo mundo acude o reverencia pero que a nadie compromete porque no importa el incumplimiento o la torcida interpretación de sus normas ni tampoco sus metamorfosis legislativas.

En su honor se organizaban, y aún se organizan aunque ahora con cierta vergüenza, ceremonias, seminarios y ediciones dedicadas a exaltarla, pero el acto culminante del ritual, el de mayor carga simbólica y, al mismo tiempo, el más ambivalente, es la protesta del Presidente de la República. Ahí, en el recinto de la Cámara de Diputados, en medio de la reprimida emoción de los notables, en el bullicioso silencio de las grandes ocasiones, en la inminencia incontenible del aplauso, el Presidente de todos los mexicanos jura cumplir y hacer cumplir la Constitución de la República.

Aunque en ese momento el Presidente se sienta conmovido hasta las lágrimas, la verdad es que no hace sino jurar en vano, en el sentido etimológico de vacío o hueco y en el sentido católico de perjurio, pues cuando pronuncia la fórmula ritual ya tiene en mente o en estudio o ya ha especificado los cambios que, por lo pronto, piensa hacerle a la Constitución para gobernar sin estar sujeto a su imperio.

Podrá, poco a poco o de golpe, reacomodarle las entrañas, instaurar la educación socialista o la católica, cambiar el sistema de propiedad de la tierra, anular la libertad de asociación sindical y, en un descuido, modificar la forma de gobierno. Posibilidad, por cierto, no tan descabellada desde un perspectiva jurídica, ya que el artículo 39 constitucional advierte que "el pueblo tiene en todo tiempo el derecho inalienable de alterar o modificar la forma de su gobierno", en contraste con la previsión o astucia del artículo 89 de la Constitución de la República Francesa, de 1958, que señala, sobria pero claramente, que "la forma republicana de gobierno no puede ser objeto de revisión".

Debe anotarse que algunas reformas han sido necesarias y que algunos presidentes han hecho un uso prudente del privilegio de su mayoría parlamentaria, como es el caso de Ruiz Cortines, quien sólo modificó dos veces el texto constitucional, pero es indudable que existe una dinámica de crecimiento exponencial de las reformas y que cada día nos alejamos más del texto promulgado en 1917.

En este proceso, la Constitución ha perdido legitimidad y eficacia operativa. Siendo varias las razones de su descrédito, la principal de todas es haber reflejado tan larga y tan dócilmente los intereses, necesidades y caprichos de la dinastía revolucionaria ahora en desgracia. La idea de cambiarla no deriva tanto de su envejecimiento, pues a fin de cuentas ha sobrevivido por haber dejado de ser lo que era, sino de su inestabilidad, de su fácil adaptación a los proyectos diversos y aun contradictorios de nuestros presidentes.

Se trata, pues, del nudo del problema o, como se diría en lenguaje judicial, de un asunto de previo y especial pronunciamiento, que debe tener un lugar preponderante en el debate sobre la naturaleza y alcance de la anunciada reforma constitucional. De nada serviría redactar un documento ejemplar que fuera vulnerable a toda suerte de iluminaciones y componendas coyunturales. Sería como reconstruir una casa para tirarla por la ventana.

Por tal motivo, es necesario estabilizar el sistema constitucional sometiendo a un procedimiento extraordinario la revisión de sus decisiones fundamentales.

A esas que, según las palabras de Carl Schmitt, "son más que leyes o normaciones; son las decisiones políticas que denuncian la forma política de ser del pueblo. A esas que son anteriores y superiores a la Constitución mismas y que sólo podrían ser derogadas o reformadas por un Congreso constituyente. Es decir, las que se refieren a la forma de gobierno, a la división de poderes, a los derechos fundamentales y, aunque su inclusión en este rubro pueda ser discutible desde el punto de vista formal, a los llamados derechos sociales sin los cuales no tendría razón de ser ni sentido la Constitución de 1917.

Muchos son los planteamientos que se hacen en torno del cambio o de los cambios a la Constitución, y están pendientes algunos de tanta trascendencia como la autonomía de los pueblos indígenas. Pero todos ellos han de arraigarse en una certidumbre jurídica de durabilidad que sólo puede conseguirse mediante un blindaje de los mandatos claves de la Constitución.

Esta no hace ningún distingo jerárquico entre sus normas y no impone ningún límite al Congreso de la Unión para adicionar o reformar su texto. Si se quiere evitar que se sigan cometiendo los abusos que han deformado sus decisiones fundamentales, se debe modificar su artículo 135 señalando los casos en que el Congreso ha de acudir a un procedimiento extraordinario para ejercer su poder de revisión. Se podría adoptar, por ejemplo, el mecanismo de la Constitución de 1824, por el cual las reformas iniciadas en un Congreso sólo podían ser aprobadas por el siguiente.

Hay un extendido acuerdo entre especialistas en el sentido de que este mecanismo amplía la legitimidad de las reformas, ya que los representantes populares encargados de su aprobación son electos para cumplir una función constituyente. Pero cuestiones doctrinarias aparte el verdadero peligro de esta y de cualquier otra reforma posible es que abran un periodo de hiperkinestismo legislativo que agregue daños adicionales a la deteriorada imagen de nuestra Constitución.