domingo Ť 18 Ť marzo Ť 2001

Guillermo Almeyra

El Leviatán enclenque

La mundialización -se ha dicho ya en todos los tonos- ha golpeado fuertemente a los Estados-nación, ha sometido a la visión y la práctica neoliberales a los gobiernos y, mediante éstos, a los aparatos estatales y, provocando profundos cambios en las clases y en su conciencia así como en la mayor o menor base de consenso que daba solidez al Estado y hacía posible la aceptación por los dominados de las ideas de los dominantes, ha modificado profundamente los Estados mismos, entendidos como relación social entre la población y los aparatos de dominación.

Sin embargo, el capital no puede prescindir de los Estados, pues sus ganancias las realiza y garantiza en un territorio dado, en una sociedad dada. De modo que, por más que el capital financiero reduzca el campo de lo político y de la política y por más que la "gobernancia" de sus aparatos internacionales arranque a jirones atributos que antes eran del Estado-nación, la lucha por una alternativa a esta mundialización dirigida por el capital financiero, aunque debe llevar a una mundialización opuesta, tiene que partir por fuerza de bases locales. O sea, debe disputar cuál carácter debe tener el Estado, por más que para derrotar al capital se deba tener una visión y librar una acción mucho más allá de las fronteras y por más que una verdadera liberación consista en eliminar el Estado (es decir, la regulación de las relaciones entre las personas y las clases para pasar sólo a la regulación de las relaciones entre las cosas como resultado de una autogestión social generalizada futura a escala mundial, basada en relaciones no capitalistas no regidas por el lucro aunque mantengan el intercambio de productos de los diferentes productores y los diferentes países).

Es decir, la construcción de poder desde abajo y la edificación de un poder dual, región por región, desarrollando autonomías y elementos de autogestión, no sólo requiere una política que trascienda los límites de cada clase o sector social en lucha para ampliar las bases de su acción a otros sectores explotados u oprimidos sino que también exige construir movimientos políticos permanentes, capaces de construir conciencia y organización populares educando cotidianamente con respuestas y alternativas a las agresiones, las políticas, las ideas mismas de las clases dominantes y a cada una de sus acciones, en el terreno económico, social, político, jurídico, cultural, electoral.

Si estos movimientos no llegan a ser los partidos tradicionales, con su jerarquía y su verticalismo y su integración en el Estado, tanto mejor. Pero lo que se necesita son instrumentos para el aprendizaje y la práctica de la democracia con contenido social, direcciones para las luchas (por supuesto, desprovistas de la arrogancia de quienes se creen vanguardia). Esos movimientos, a la vez, pueden disputar desde abajo el poder estatal construyendo poder dual y ciudadanía elevando la conciencia cívica, y pueden ayudar a construir un nuevo tejido social y una nueva identidad colectiva, creando bases para un nuevo Estado y no sólo para un movimiento de oposición dentro del Estado actual para reformarlo. Si las alternativas a la política del capital financiero -que existen ya, como la de los Sin Tierra, en Brasil o la acción antiestatal de los indígenas ecuatorianos- lograsen enlazarse entre sí, socializarse, cambiar la relación de fuerzas, algunos Estados podrían escapar a la lógica neoliberal, dejar de pagar la deuda, de subsidiar a los ricos, de despilfarrar o robar los recursos y de destruir el ambiente, porque no sólo caerían sus gobiernos sino que también se modificarían las relaciones sociales.

Por lo tanto, hoy, no se puede prescindir de la lucha por cambiar el Estado para enfrentar mejor a la mundialización dirigida por las transnacionales y sus agentes pero tampoco se puede pensar en reformar el Estado desde dentro del sistema capitalista ni en preservar el Estado en el futuro porque, aunque el Leviatán pueda estar enfermo, siempre es y será un monstruo y no una inocua lagartija. Esto excluye pues la posibilidad de mantener vigente la concepción del nacionalismo, incluso revolucionario, porque entre quienes dicen "šPatria o muerte, venceremos!" y los que cambian la consigna por "šPatria o muerte, venderemos!" hay un punto común, que reside precisamente en la estadolatría, en la utilización del aparato estatal para hacer una política que no depende de la sociedad sino que es decidida por unos pocos "dueños del vapor" o "dueños de la verdad". Por el contrario, a una política nacional y a la construcción de poder, debería ir unida una concepción mundializadora, internacional e internacionalista, socialista. Hay que dar forma al disenso de Washington.

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