Ť La agrupación senegalesa ofreció prodigioso concierto en el teatro Blanquita
Touré Kunda, entrañas, ancestros y latidos
Ť Fueron 90 minutos de música de la aldea global, que parecieron maravillosa eternidad
PABLO ESPINOSA
En las aspas que forman los brazos y piernas y cadera a velocidad centrífuga de una bailarina de Senegal, en los ojos y mentes y corazones de un público cautivado por prodigio tal, en la potencia centrípeta de las voces y tambores e instrumentos de nueve músicos de Africa avecindados en París, en la concentración de los poderes del planeta plantados en el escenario del teatro Blanquita ocurrió anteanoche el estallido de una cultura superior: la que ha irradiado por siempre desde Africa.
Un acontecimiento muy feliz: por vez primera en nuestros lares, la contundencia en vivo de la música de los hermanos Ismaila y Sixu Tidiane Touré, con su banda, la Touré Kunda, la Familia Elefante, un noneto formidable formado a partir de la piedra angular ?jade, gema, lapislázuli? que son las voces en diversas lenguas africanas (oulof, diola y mandinga, entre otras); además de francés, portugués, creole, inglés y un poquito de español, de estos carnales que han plantado sus antenas y fanales en la ciudad luz.
La instrumentación incluye dos dispositivos-arsenales-polvorines de tambores africanos, dispuestos al fondo a los lados en apabullante efecto de estereofonía, modulada al centro por algo que a simple vista puede denominarse batería pero que una vez que suena no es otra cosa que recuperación cultural, transculturación, hieratismo trasladado desde lo supuestamente inánime hacia la demostración de que el universo no hace otra cosa que expanderse, una nueva prueba de que la parte más profunda de la música y la cultura viene de Africa.
Porque en cuanto un músico de Africa pulsa un instrumento de donde quiera que provenga su factura ?árbol, piedra, piel, o bien la tecnología más sofisticada?, el sonido que produce no será otra cosa que la traducción poética de lo que está sintiendo, pensando, cavilando o recordando su alma, que es bella. Lo mismo demuestra el uso de los saxos, la guitarra y el bajo que completan esta orquesta de entrañas y ancestros y latidos.
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La primera pieza que sonó en el Blanquita la noche del viernes fue Nobel, rolísima a su vez inaugural de su más reciente disco (La Jornada, 16 de marzo). En vivo, la música de los hermanos Touré es un árbol que crece ?verde radiante, ramas oscuras, frutos cuya voluptuosidad está al alcance de la mano, raíces de raíces de raíces?, y toma por asalto el cielo en un instante.
Por los intersticios de ese instante ha hecho aparición sobre la escena, constelación de la belleza, una dama que danza. Su falda es un lienzo que alguna vez algún pintor, que por cierto se llama Gustav Klimt, logró poner en tela con sus rectángulos de oro y su hipnótico moverse en cadencias de tambor, sudor y una sonrisa que condensa la inocencia de la tierra y sus misterios. Lo que sigue, un concierto de 90 minutos que parecieron una maravillosa eternidad, no puede recordarse de otra forma: quienes saltamos de las butacas a mover osamenta, cuerpo y alma, caímos (y por tanto ascendimos) en fenomenal estado de trance. Felicidad.
Entre el público había evidentes iniciados, personas con los oídos bien abiertos, sabedores de lo que habrían de degustar. Pero también cayeron los snobs, los ricos que son tan pobres que no tienen más que dinero. Y los pirruros, que son lo mismo. El dato es relevante: al final, estuvieron a punto de convertir una fiesta ritualística en mero reventón a lo güei, como ellos suelen limitar lo que vale la pena.
Y es relevante el dato, porque este capítulo excelente del Festival del Centro Histórico, que constituye la programación de música de jóvenes del alma en varios foros, es similar a otro capítulo igualmente trascendente: el ritual denominado Tecnogeist, cuya cancelación en el Zócalo por parte del gobierno capitalino, que lo llevó en cambio a un rincón, la explanada del monumento a la Revolución, constituye monumental error que desilusiona a muchos votantes: la contradicción entre alentar la cultura popular y al mismo tiempo vetarla, reducirla a los estereotipos, someter la música de jóvenes como sinónimo de peligro social, o bien, someterse a la presión de los medios de comunicación de la derecha enquistada y encastada.
No obstante, la noche previa al gran ritual del Tecnogeist, otra música de aldea global elevó aún más su condición humana, en el teatro Blanquita. El contenido de las canciones de los carnales Touré, de hondura y belleza demoledoras, era igualmente celebrado por conocedores que trivializado por los seguidores de la Doctrina Marketing, es decir, la pirruriza y sus papis allí presentes. Bendita democracia entre cánticos a los ancestros, a la madre Africa, al dolor por los desposeídos, que es eso de lo que hablan las canciones de Touré Kunda; por igual que la alegría de los cuerpos desatados en tambores de sudor ardiente, íntimos sonidos de la naturaleza, apoteosis difíciles de traducir (los cuadros del pintor Ery Camara sí pueden hacerlo), emociones condensadas en el sublime tronar del tambor, en la eterna inocencia de la danza, del cuerpo en su máximo esplendor. Más que una sensación de libertad, la libertad entera. La felicidad.
Loor, Touré Kunda.