JUEVES Ť 22 Ť MES Ť 2001
LA MUESTRA
Ť Carlos Bonfil
La cena
ETTORE SCOLA externa una observación recurrente: en las últimas décadas, la literatura ha reflejado muy poco la evolución de la sociedad italiana; el cine lo ha hecho mejor y de modo original y fantasioso. El director se refiere tal vez al cine de Fellini, a las comedias de Nanni Moretti y, seguramente, a una vertiente de su propia obra, la de un cine polifónico, poblado de personajes emblemáticos y cuyos títulos incluyen La terraza, El baile, La familia, Esplendor, y su cinta más reciente, La cena. El esquema apenas varía: un sitio privilegiado se convierte en el microcosmos de la población italiana, y resume de algún modo la evolución social y política del país.
EN LA COMEDIA humana de Scola hay de todo, desde el ajuste de cuentas generacional hasta los saldos agridulces del compromiso político de izquierda. Un grupo de cincuentones se reúne para evocar glorias pasadas y rumiar fracasos amorosos y artísticos (La terraza), se revisa la historia italiana reciente en una película sin diálogos, a base de música popular, perfiles pintorescos y encuentros amorosos apenas esbozados (El baile), se asiste a la inminente clausura de una vieja sala de cine y al requiem de una manera colectiva de disfrutar la pantalla (Splendor). En La familia, un octogenario (Vittorio Gassman) recuerda en su cumpleaños la ascensión del fascismo y alguno de sus amores frustrados. En esta película, el esquema narrativo de Scola mostraba ya su desgaste y su contraste con formas más ágiles de actualizar la comedia, el cine de Moretti o el del fenómeno mayor de la era Berlusconi: el cómico y director Roberto Begnini.
DESPUES DE una década de intentos infructuosos por elaborar un cine más intimista, desconocido en México, Scola regresa en La cena (1998) a la pequeña sinfonía coral, con sus actores favoritos (Vittorio Gassman, la bonhomía patriarcal; Stefania Sandrelli, la carne vencida, el ánimo exultante), en un espacio mágico, un restaurante romano, con doce mesas y 50 comensales, donde por espacio de dos horas se presentarán fragmentos de las penurias y magros goces existenciales de la clientela. El relato es pesado, en pocas ocasiones divertido y continuamente se resuelve en catarsis demasiado obvias. Conversaciones truncas, repertorio de clichés culturales y estereotipos -el burócrata frustrado, la madre desobligada, los turistas japoneses pegados a la Polaroid, eternamente sonrientes, los comunistas cansados, la ninfómana posfelliniana, los actores al borde de la jubilación, la juventud atenta al piercing y ajena por completo a la política. Es un poco la cocina de Greenaway (El cocinero, el ladrón...), pero sin vísceras, sin sal y sin pimienta. Apenas algún chispazo en los diálogos: Un chef le confiesa a varios clientes: ''A mí la juventud me cae en los huevos" Alguien le contesta. ''A ellos los viejos también les caen en los huevos". ''Pero los suyos son más resistentes", tercia alguien más. Otro añade: ''A mí jóvenes y viejos me caen por igual en los huevos", mientras alguien concluye: ''Por eso yo prefiero caerle en los huevos a todos". Sin duda, esta discusión fue lo que más interesó a un público al que la película parecía caerle otro tanto.