23 Ť marzo Ť 2001
Gilberto López y Rivas
Los dos Méxicos
Desde los preparativos para la realización de la caravana zapatista hasta su culminación con el arribo al Distrito Federal y el anuncio de su determinación de regresar a Chiapas, se ha observado la polarización de dos sociedades, dos ideas de país antagónicas, en suma: dos proyectos civilizatorios de la vida humana, ciertamente contrapuestos y al parecer irreconciliables.
Por un lado, multitudinarias manifestaciones de solidaridad con las demandas de la autonomía indígena y el fin de la guerra de contrainsurgencia que enarbolan el EZLN y el Congreso Nacional Indígena en representación de todos los pueblos indios. Estado por estado, municipio por municipio, plaza por plaza, donde la caravana se detenía, el apoyo fue contundente. Estos millones de mexicanos provenientes de los lugares más apartados se agolparon para escuchar a la comandancia zapatista con la esperanza de encontrar aquellas definiciones y compromisos ausentes en otros espacios de la vida política. Este es el México de los de abajo, el México indio y mestizo que ha padecido la exclusión por generaciones, pero que, no obstante, mantiene en su cotidianidad, a través de sus culturas, tradiciones y resistencias, un proyecto de país contrario al hegemónico. Una idea de nación que trasciende por completo los linderos civilizatorios marcados por el capital en tanto expresión histórica, hoy hegemónica, de organización de la vida humana.
Se trata de un sinnúmero de personas de los más variados orígenes y condiciones inmersas en una politización incipiente o vasta, pero ubicada más allá de las coyunturas electorales que llenan los espacios zapatistas sin exigir nada a cambio, de manera incondicional, para aclamar a un ejército insurgente en cuyo mensaje viven la catarsis de su propia situación, de sus derechos inexistentes o vulnerados, de su ciudadanía secuestrada, de su dignidad humillada.
Por otra parte, la marcha zapatista también provoca y exhibe las exacerbaciones del odio racial y de clase, de la intolerancia de aquellos sectores del empresariado, de la alta jerarquía religiosa y sus seguidores confesionales, de la intelectualidad conservadora, de los medios de comunicación masiva y, particularmente, de la clase política para la cual los indios no sólo son indeseados, como parte de una misma comunidad estatal, sino prescindibles.
Se trata del México que bien pudiera carecer de patria, pues su único sentimiento patriótico descansa en el dinero, en el capital y su cultura pragmática e individualista; en la defensa a ultranza de sus intereses y condiciones privilegiadas de vida; en el ejercicio autoritario del poder; en la concepción etnocéntrica de que su religión, lengua, cultura, color de la piel son de un orden superior sobre cualquier otro.
Entre estas expresiones enfermas de odio y racismo, lo mismo apareció el gobernador de Querétaro, que el senador Fernández de Cevallos, la cúpula de la Coparmex con su singular interpretación racista de la historia y, en especial, el Congreso de la Unión, particularmente quienes en las bancadas panistas y priístas prefirieron preservar el fetichismo de la "más alta tribuna de la nación" (desde la cual se han escuchado las más aberrantes muestras de ignorancia, chabacanería y lumpenización de la política), a ser interlocutores de la paz y representantes dignos de la nación multicultural y pluriétnica en la que habitan.
Lo preocupante de esta polarización es la proliferación de la intransigencia, de la poca disponibilidad para construir una política de diálogo sustentada en la comprensión y el respeto del otro y no en la indiferencia, la insensibilidad y la cerrazón. Este segundo México es el verdadero incitador de la violencia. Es el que además de excluir incita al linchamiento; el capaz de justificar y poner en práctica la represión y el etnocidio, el incubador de las más grandes patologías sociales.
Quienes están por construir un país sustentado en la dignidad de la persona humana, el reconocimiento de la otredad; quienes aún sostienen la posibilidad de construir un orden civilizatorio alternativo al existente; quienes han visto al zapatismo como una lucha legítima en sus demandas, consecuente entre su decir y su hacer, como una forma de resistencia dispuesta al entendimiento, deben agruparse para impedir que la intolerancia y el racismo se impongan sobre la ética, la justicia y la libertad.
Michel Foucault afirma que la política puede llegar a ser la continuación de la guerra por otros medios. La gran paradoja de nuestra realidad más inmediata radica en que quienes se levantaron en armas para ser escuchados ejercen ahora la política en beneficio de la paz, mientras los políticos profesionales del otro México utilizan la política para hacer la guerra.